OCHO [Parte 1]

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Sabía que estaba soñando. Podía verlo con claridad, aunque me dolía el tener ese conocimiento. A decir verdad, prefería estar en esa ignorancia que permite la calma, por más mentiras en las que resultara sumergido.

Simplemente quería desconectarme una vez del mundo cruel que me rodeaba y cerrar los ojos para descansar en paz. Necesitaba hacerlo o iba a explotar.

Una única palabra resonaba con fuerza por entre las marañas de la inconsciencia: Estrictona. Tal vez había oído hablar de ella antes, tras las paredes de la casa donde vivía con mis padres, cuando ellos se desvelaban en medio de problemas.

Siempre afirmaban que harían lo mejor por la Madre. Y en realidad cumplieron su palabra; el día en que murieron, sus últimas palabras se dirigieron a ella.

«Perdona nuestra pobre alma, Madre. Hicimos lo que estuvo en nuestras manos».

Sí. Casi nunca recuerdo a mis parientes salvo en sueños; así que sabía que lo hacía. Estaba durmiendo. En aquella fantasía, danzantes figuras vestidas en terciopelo negro bailaban una dulce coreografía. Sus brazos se movían en pos del viento y le permitían que los elevara; los frágiles y estilizados cuerpos rodeaban una estatua, una sepultura en piedra. Las piernas flaqueaban al dar esos amplios saltos de varios metros de altitud, en los que giraban con las cabezas gachas. Casi no lograba distinguir en dónde terminaba un ser para darle comienzo al otro, como si de estar unidos se tratara.

Pequeñas gotas de lluvia golpeaban sus rostros, proyectando espirales en humo a sus costados cada que eran precisas al caer. De pronto me fijé que no era a mí a quien le bailaban, sino a quien yaciera enterrado dentro de aquella fosa; le dedicaban una luctuosa despedida en medio de la armónica melodía que sus llantos creaban. Las lágrimas caían de color plata, pero aquello terminaba al fundirse con la tierra, donde adquirían una tonalidad rojiza que se volvía viscosa, densa e hipnótica. Sí; también —aunque con pavor— sabía qué era aquel líquido que fluía con lentitud desde la tumba:

Era sangre.

Atrapado en las redes de la pesadilla, comencé a caminar hacia el nombre que se vislumbraba en letras doradas sobre la roca. Parte de mí quería saber qué pobre alma se hallaba en la otra vida, si acaso existía alguna. Cada metro que se acortaba entre esta y yo, el viento se volvía más violento; pasó así varios minutos hasta que descubrí que no intentaba protegerle de mí sino al contrario. Buscaba salvarme de quien fuera.

¿Por qué? Al fin y al cabo eran solo huesos.

Las siluetas empezaron a dividirse en dos grupos para crear un camino que me guiaba hasta la tierra apilada. Ahora todos habían clavado sus ojos rojizos sobre mí; sonreían al verme pasar y sus manos apuntaban hacia la losa. Entonces sus movimientos se tornaron más erráticos y cortados: ya no eran esos ágiles bailarines de antes, sino sombras de la muerte, cada una con su guadaña. Esperaban. Esperaban con paciencia.

Avancé lo poco que faltaba y me incliné. El humo apenas se disipaba para mostrarme las letras de color oro gastado por el tiempo. Mis dedos permanecían aferrados a la tela del pantalón.

Madre vacío, padre mano.

La madre era buena; la madre Raesya... ¿Y el padre?

Bueno...

Él... aunque lo profesaba, no lo era demasiado.

Las cuerdas que rozaban mis muñecas y tobillos lastimaban la piel, irritada por el constante movimiento que hacía al intentar zafarme de las ataduras, porque al abrir los ojos después de aquella pesadilla de la que apenas quedaban difusos fragment...

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Las cuerdas que rozaban mis muñecas y tobillos lastimaban la piel, irritada por el constante movimiento que hacía al intentar zafarme de las ataduras, porque al abrir los ojos después de aquella pesadilla de la que apenas quedaban difusos fragmentos, únicamente me vi encerrado en un sótano oscuro, repleto de equipaje, varias cajas de cartón selladas y apiladas a los costados, prominentes tuberías reforzadas en la base con el mismo material que hacían las bombas Puma, sogas, un set de armas ubicadas en una poltrona de color grisácea debido a las sombras y un cuerpo que yacía inmóvil, de espaldas a mí y con su rostro volteado sobre un charco pegajoso que parecía empezar a secarse a su alrededor. Las siluetas apenas eran visibles por la falta de luz y por el hecho de que no estaba acostumbrado a la penumbra casi total. Era incómodo esforzar la vista, y si lo hacía, terminaba con las sienes pulsándome en la cabeza. Lo único de lo que estaba seguro, era de la ventana que observaba impasible la escena, ajena al creciente peligro que me rodeaba.

Entonces supe que el mundo caído ante mí era solo yo, agazapado sobre el costado izquierdo en el suelo sin lustrar durante años y con las púas del propio pavimento clavándose en las zonas desnudas de mi cuerpo: es cuando sentí un agudo dolor en el hombro que servía de apoyo y el ardor en las manos. Me revolqué al agitarme con brío sin poder hacer nada en realidad. Estaba inmovilizado, perdido.

Atrapado.

Asustado.

Mi respiración se agitaba con cada segundo que pasa y temía que fuera incapaz de lograr cualquier cosa. ¿Moriría? ¿Iba a morir? ¿Qué pasaría con Sara? Ella... ¿Ella lo sabría?

Temía por mi vida, por el inevitable hecho de que quizá, la próxima vez que se viera la puerta y la efímera luz mostrara la cruel figura del culpable de mi encierro, sería el veredicto de mi muerte. Ya a esas alturas el sueño anterior había pasado al olvido, enterrado entre otras cosas que no fueran la necesidad de escapar. Si no lo hacía, estaba seguro de que acabaría como el cadáver junto a mí. Uno más a la lista... ¿de qué? Fuera lo que fuera, deseaba no saberlo.

Sacudía las manos con toda la fuerza que me permitía para no causar algún daño del que me arrepintiera; sin embargo, cada intento era reemplazado por la punzante sensación de mi hombro a punto de ser dislocado. El sonido de mi respiración era un rápido aleteo, como el de una presa a punto de ser cazada.

—Por favor, Madre, por favor, no me dejes caer así. —Al caño con toda esa palabrería de morir por Raesya; ¡yo no quería hacerlo!, ¡no así!—. Te lo suplico, por favor... ¡No puedes dejar que muera de esta forma tan humillante!

Y una pequeña lucecita iluminó mi mente, solo para traer una verdad peor que la que estaba pasando. La única persona con la que había compartido minutos antes de la emboscada había sido Emilio. ¿Qué era de él? O mejor dicho, ¿tuvo él alguna relación con lo sucedido? ¿Dónde estaba?

¿Y si fue quien lo organizó?

La cárcel de los rebeldes #PGP2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora