OCHO [Parte 2]

54 8 0
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Las cuerdas que rozaban mis muñecas y tobillos lastimaban la piel, irritada por el constante movimiento que hacía al intentar zafarme de las ataduras, porque al abrir los ojos después de aquella pesadilla de la que apenas quedaban difusos fragmentos, únicamente me vi encerrado en un sótano oscuro, repleto de equipaje, varias cajas de cartón selladas y apiladas a los costados, prominentes tuberías reforzadas en la base con el mismo material que hacían las bombas Puma, sogas, un set de armas ubicadas en una poltrona de color grisácea debido a las sombras y un cuerpo que yacía inmóvil, de espaldas a mí y con su rostro volteado sobre un charco pegajoso que parecía empezar a secarse a su alrededor. Las siluetas apenas eran visibles por la falta de luz y por el hecho de que no estaba acostumbrado a la penumbra casi total. Era incómodo esforzar la vista, y si lo hacía, terminaba con las sienes pulsándome en la cabeza. Lo único de lo que estaba seguro, era de la ventana que observaba impasible la escena, ajena al creciente peligro que me rodeaba.

Entonces supe que el mundo caído ante mí era solo yo, agazapado sobre el costado izquierdo en el suelo sin lustrar durante años y con las púas del propio pavimento clavándose en las zonas desnudas de mi cuerpo: es cuando sentí un agudo dolor en el hombro que servía de apoyo y el ardor en las manos. Me revolqué al agitarme con brío sin poder hacer nada en realidad. Estaba inmovilizado, perdido.

Atrapado.

Asustado.

Mi respiración se agitaba con cada segundo que pasa y temía que fuera incapaz de lograr cualquier cosa. ¿Moriría? ¿Iba a morir? ¿Qué pasaría con Sara? Ella... ¿Ella lo sabría?

Temía por mi vida, por el inevitable hecho de que quizá, la próxima vez que se viera la puerta y la efímera luz mostrara la cruel figura del culpable de mi encierro, sería el veredicto de mi muerte. Ya a esas alturas el sueño anterior había pasado al olvido, enterrado entre otras cosas que no fueran la necesidad de escapar. Si no lo hacía, estaba seguro de que acabaría como el cadáver junto a mí. Uno más a la lista... ¿de qué? Fuera lo que fuera, deseaba no saberlo.

Sacudía las manos con toda la fuerza que me permitía para no causar algún daño del que me arrepintiera; sin embargo, cada intento era reemplazado por la punzante sensación de mi hombro a punto de ser dislocado. El sonido de mi respiración era un rápido aleteo, como el de una presa a punto de ser cazada.

—Por favor, Madre, por favor, no me dejes caer así. —Al caño con toda esa palabrería de morir por Raesya; ¡yo no quería hacerlo!, ¡no así!—. Te lo suplico, por favor... ¡No puedes dejar que muera de esta forma tan humillante!

Y una pequeña lucecita iluminó mi mente, solo para traer una verdad peor que la que estaba pasando. La única persona con la que había compartido minutos antes de la emboscada había sido Emilio. ¿Qué era de él? O mejor dicho, ¿tuvo él alguna relación con lo sucedido? ¿Dónde estaba?

La cárcel de los rebeldes #PGP2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora