EL HOMBRE JABALÍ

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En el centro del claro cubierto de nieve yacía el cadáver de un alce. Del cuerpo lacerado aún emanaba vapor. Para Mandred y sus tres compañeros estaba claro lo que eso significaba, debían de haber asustado al cazador. El cadáver estaba lleno de heridas sangrientas y el pesado cráneo estaba destrozado. Mandred no conocía ningún animal que cazara para después comerse solamente el cerebro de su presa. Un ruido sordo le hizo volverse. En el límite del claro la nieve se arremolinaba en cascadas cayendo de las ramas de un alto pino. El aire estaba lleno de finos cristales de hielo. Mandred escudriñó  con desconfianza entre los matorrales. El bosque volvía a estar ahora en silencio. Por encima de las copas de los arboles la verde luz de hadas danzaba por el cielo. ¡No era noche para andar por el bosque!

  — Es solo una rama que se ha roto por el peso de la nieve— dijo el rubio Gudleif,  y se sacudió la nieve de su pesada capa— .Ahora no te pongas a mirar por ahí como un perro rabioso. Ya verás como al final estamos siguiendo simplemente una manada de lobos.

La preocupación se había instalado furtivamente en el corazón de los cuatro hombre. Cada uno de ellos pensaba en las palabras del anciano, que les había advertido sobre una bestia de las montañas que traía la muerte. ¿Quizá sus palabras fuesen algo más que alucinaciones producto de la fiebre? Mandred era el jarl de Piedranival, un pequeño pueblo que se encontraba al otro lado del bosque, junto al fiordo. Era su obligación auyentar cualquier peligro que pudiera amenazarlo. El anciano había insistido tanto en su relato que tendría que haberlo investigado. Y sin embargo...

En inviernos como aquél, que comenzaban pronto y traían mucho frío, y en los que la verde luz de hadas danzaba en el cielo, los hijos del pueblo elfo acudían al mundo de los hombres. Mandred lo sabía, como también lo sabían sus compañeros.

Asmund había puesto una flecha en su arco y parpadeaba nervioso,El larguirucho pelirrojo no era hombre de muchas palabras. Había llegado  hacía dos años a Piedranival. Se contaba que había sido un famoso ladrón de ganado en el sur, y que el rey  Horsa Escudo Robusto había puesto precio a su cabeza. A Mandred eso le daba igual. Asmund era un bue cazador que llevaba mucha carne al pueblo. Eso era más importante que cualquier rumor.

Mandred conocía a Gudleif  y a Ragnar desde que eran niños. Ambos eran pescadores. El primero era un hombre fornido, con la fuerza de un oso, siempre de buen humor, contaba con muchos amigos, aun cuando se le considerase un poco simplón. Ragnar era pequeño y moreno, diferente a los altos y en su mayoría rubios habitantes de Fiordia.  A veces se burlaban de él por eso y le llamaban hijo de Kobold a sus espaldas. Era una estupidez soberana. Ragnar era un hombre con el corazón en su sitio, alguien en quien uno podía confiar.

Mandred pensaba melancólico en Freya, su esposa. Seguramente estaba ahora sentada junto a hogar y escuchaba la noche. Él había llevado consigo cuerno señales. Un toque significaba peligro; si por el contrario tocaba dos veces, todos en el pueblo sabrían que ningún peligro acechaba fuera y que los cazadores se encontraban de regreso a casa.

Asmund había bajado el arco y mantenía  un dedo sobre los labios en señal de advertencia. Alzó la cabeza como un perro de caza que hubiera captado un rastro. En ese momento, Mandred también lo percibió. Un olor extraño que recordaba al hedor de huevos podridos que se extendía por el claro.

  — Quizá sí que sea un troll—  susurró Gudleif— . Se dice que salen de las montañas durante los inviernos más duros y un troll podría tumbar un alce de un solo puñetazo.

Asmund miró a Gudleif sombríamente y le hizo un gesto para que se callara. La madera de  los árboles crujía quedamente por el frío. Mandred experimentó la sensación de ser observado. Había algo allí. Muy cerca.

De pronto se abrió el ramaje de un avellano y dos formas blancas salieron de él batiendo las alas con fuerza, precipitándose sobre el claro. Mandred alzó la lanza de forma instintiva, después respiró aliviado. ¡Sólo eran dos perdices nivales!

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