Cap. 3 DESPERTAR (1ra parte)

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Al despertar, Mandred pensó que hacía un calor sorprendente. Se oía trinar a los pájaros muy cerca. Estaba claro que no había entrado en el salón de los héroes. Allí no había pájaros... ¡Y además en el ambiente tendría que flotar el meloso aroma del pesado hidromiel y el olor de la resinosa madera de abeto ardiendo en el hogar!

Sólo tenía que abrir los ojos para saber dónde estaba, pero Mandred dudaba. Estaba tumbado sobre algo blando. No le dolía nada. Sentía un ligero cosquilleo en manos y pies, pero no era desagradable. De ninguna manera quería saber donde estaba. Simplemente quería disfrutar de ese momento en que se sentía tan bien. De modo que eso era estar muerto...

- Sé que estás despierto. - La voz sonó como si le costara trabajo articular palabras.

Mandred abrió los ojos. Estaba tumbado bajo un árbol, cuyas ramas se arqueaban sobre él formando una cúpula. Junto a él se arrodillaba un desconocido que palpaba su cuerpo con manos fuertes. Las ramas llegaban muy cerca de su cabeza; su cara estaba oculta entre luces y sombras.

Mandred parpadeó para poder ver mejor. Algo no cuadraba. Las sombras parecían arremolinarse en torno al rostro desconocido, como si quisiera ocultarlo premeditadamente.

- ¿Dónde estoy?

- A salvo - respondió cortante el desconocido.

Mandred quiso incorporarse. Entonces se dio cuenta de que estaba sujeto al suelo de pies y manos. Sólo podía alzar la cabeza.}

- ¿Qué quieres de mi? ¿Por qué estoy atado?

Dos ojos brillaron entre las sombras durante un momento. Tenían el color del ámbar, como el que a veces podía encontrarse en la costa del fiordo cuando había grandes tormentas a lo lejos, en el oeste.

- Cuando Atta Aikhjarto te haya curado, podrás irte. Yo no estimo tanto tu compañía como para atarte. Fue él quien decidió tratar tur heridas...- El desconocido hizo un extraño chasquido-. Tu idioma le hace a uno nudos en la lengua. Carece de cualquier...belleza.

Mandred miró a su alrededor. Allí no había nadie aparte de ese desconocido, envuelto de manera tan extraña por esa media luz. Como si fuera un día otoñal sin viento, de las ramas colgantes del enorme árbol caían hojas flotando suavemente hacia el suelo.

El guerrero miró hacia la copa. Estaba tumbado bajo un roble. Su follaje resplandecía con un brillante verde primaveral. Olía a buen mantillo, pero también a descomposición y a carne podrida.

Un rayo de luz dorada penetró entre el follaje e incidió en su mano izquierda. Ahora pudo ver lo que le sujetaba: ¡eran las raíces del árbol! Parte de la raigambre, nudosa y gruesa como un dedo, se había enroscado en torno a su muñeca. Y sus dedos estaban recubiertos de delicadas raicillas blancas. Da ahí venía el mal olor.

El guerrero intentó librarse de sus ataduras, pero todo forcejeo fue inútil. Unos grilletes de hierro no le habrían sujetado tan firmemente como aquellas raíces.

-¿Qué ocurre conmigo?

- Atta Aikhjarto se ha ofrecido a curarte. La muerte te había marcado cuando cruzaste el portal. Me ordenó traerte aquí -dijo el desconocido señalando hacia las ramas que se descolgaban-. Está pagando un alto precio por sacar el veneno de la escarcha de tu cuerpo y por devolver a tu carne su color de pétalos de rosa.

-Por Luth, ¿dónde estoy?

El desconocido dejó escapar una especie de balido que recordaba lejanamente a una risa.

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