Praga me recibió entre oscuridad y niebla, lo que no hacía más que resaltar su belleza de cuento de hadas. A medida que el autobús iba adentrándose hacia el pintoresco centro de la ciudad, el tráfico se espesaba. La lentitud de la marcha me permitía detener la mirada en cada pequeño detalle de los edificios que iban quedándose, lentamente, detrás. El bus estaba repleto de rostros ilusionados. Los turistas esperaban fotografiar cada calle susceptible de ser guardada. Los padres miraban los mapas y consultaban en sus teléfonos la localización exacta de los hoteles, mientras los niños, ajenos a las preocupaciones de los adultos, gritaban y corrían esquivando las maletas.
Debió de ser igual un jueves de hace tres años. No recuerdo la imagen de lo que nos rodeaba a Adriana y a mí aquella tarde. No recuerdo las cámaras, ni la impaciencia, ni el nerviosismo generalizado, ni los chillidos de los críos. Sólo se me viene a la cabeza esa sensación de intranquilidad que te gobierna cuando vas adentrándote en un territorio desconocido. Adriana miraba tras la ventana, sonriendo como hacía casi siempre. De vez en cuando me golpeaba en el hombro, acentuaba el gesto y me señalaba algo a través del cristal empañado del autobús. Yo tenía miedo entonces. Miedo por no estar a la altura, ese temor mezclado con deseo que antecede a las primeras veces. Era nuestro primer viaje y yo tenía miedo. Después supe que poco tenía que ver aquel pánico con Praga y que aquello que sentí es lo que se siente cuando comienzas a enamorarte de alguien.
Cuando puse un pie en la calle y dejé el alboroto encerrado en aquel bus, me golpeó un frío húmedo que me obligó a buscar el cobijo de la bufanda. Era noche cerrada y había poca gente en la avenida. Sólo el detalle de la lluvia lo diferenciaba del momento en el que Adriana y yo nos bajamos en esa misma parada, con el equipaje obstruyendo la acera y una tormenta desatándose sobre nosotros. Me sentía tan perdido, tan superado, que no podía reaccionar. Un idioma ininteligible, desubicado por completo, sin nadie a la vista y con una lluvia que comenzaba a arreciar. Sin embargo, la miré y todo se solucionó.
Llegué al portal y el propietario me abrió. Pareció sorprendido al verme pero me reconoció de la ocasión anterior. Me sujetó la puerta del ascensor y nos adaptamos al estrecho cubículo en completo silencio. Me acordaba de que su inglés era muy básico así que procuré no forzar ninguna conversación. Sin embargo, aprecié que se fijaba un par de veces en mi maleta, como si pretendiera responder a alguna pregunta interna.
— Alone? —dijo finalmente, aclarándome las dudas.
Sonreí y asentí levemente con la cabeza. Imagino que en mi gesto se pudo apreciar algún atisbo de nostalgia porque Lukas, ahora recuerdo su nombre, se calló y no volvió a tocar el tema. Se limitó a dejarme las llaves, a mostrarme brevemente los setenta metros cuadrados del estudio y se marchó.
El apartamento estaba en el último piso de un edificio de cinco plantas. Como las construcciones vecinas no lograban superarlo, por las mañanas entraba un caudal irrefrenable de luz, tiñiendo de un blanco radiante el salón y la habitación. Si te asomabas al balcón, podías comprobar de primera mano la furia del río Moldava. Era maravilloso.
Decidí no postergar más lo que había ido a hacer a Praga. En cuanto coloqué todas mis pertenencias y ubiqué la maleta al fondo de un armario, encendí el ordenador portátil. Abrí Word y allí estaba, el folio en blanco, el mayor de mis retos, el rival al que, a mis veintiséis años, no había logrado derrotar. Tecleé un par de frases, como esperando que eso eliminara el bloqueo al que me había visto sometido durante los últimos tiempos. Las borré. Añadí una línea. Me convencía como principio de algo. Recapacité. Pasaron cinco minutos y, tal y como había hecho antes, la eliminé del documento.
Más tarde, convencido de que era problema mío por haberme volcado en ello sin preparar la situación, me duché. Puse mi playlist de canciones en inglés que tanto resultado me había dado años atrás. Apagué todas las luces salvo la de una lamparita que recoloqué cerca del balcón. Moví el escritorio y lo puse justo al lado de la lámpara, de tal forma que, al estar sentado frente al portátil, pudiese contemplar las vistas nocturnas de Praga. No podía imaginar mejor situación que aquella. Retomé la tarea y abrí la misma ventana que antes. Documento 1. Si Pedro estuviese allí, posiblemente me daría una de sus charlas. Cogí mi teléfono, dudé en si llamarle o no. Desistí y lancé el móvil con rabia sobre la cama. Qué me diría él, pensé, y de pronto me acordé de la lección que necesitaba.
Era un recreo de 2008. La tercera vez que entraba en su despacho. Me seguían resultando amenazantes las imponentes filas de libros que conformaban sus estanterías. Pedro me intimidaba todavía. Él, sin embargo, parecía permanecer ajeno a mis inquietudes porque me trataba con la confianza con la que se habla a un amigo de la infancia. Se encendió un Winston y, a continuación, señaló a una silla, invitándome a que tomara sitio.
— El primer paso para empezar a escribir, Eric, es tener un motivo para hacerlo. Y entiende esto porque es de suma importancia: tú no eliges el motivo, más bien el motivo te encuentra a ti. Hay personas que escriben para llamar la atención de una chica o de un chico, otros escriben por dinero, por fama o por ambas cosas, hay quienes lo hacen porque no tienen a nadie más a quien contárselo.
Dio una lacónica calada al cigarrillo y prosiguió con su monólogo.
— Hay decenas de razones diferentes para escribir, todas muy dignas y respetables. El problema es que la mayoría son efímeras. Conquistas a quien te gustaba, consigues dinero, obtienes fama o terminas por encontrar a alguien a quien contar todo lo que escribiste. Sólo hay un motivo que hará que no dejes de escribir y espero que nunca llegue a encontrarte.
— ¿Y cuál es? —pregunté desde mi inocencia.
— Poder llorar en silencio todo lo que perdiste, Eric.
Sin pensármelo más, coloqué los dedos sobre las teclas y comencé a escribir.
Este es mi motivo, esta es Adriana.
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Todo lo que nunca seremos
RomantikChico conoce a chica, chico se enamora de chica, pero chica no tanto de chico. En resumen, Eric tiene un marrón. Amor, lo llaman. Yo hubiese puesto en mi sinopsis que Eric conoce al 'amor de su vida', pero Eric me habría matado porque odia esa expre...