Aquí tendría que ir una gran persecución, un misterioso asesinato o el robo de un códice calixtino del siglo XII, algo que sirviese para enganchar al público y arrastrarle sin remisión al capítulo siguiente. En lugar de eso, y antes de que me cojas cariño a mí o te enganches a esta historia, comenzaré con una advertencia: no sé cuándo terminará. Quiero decir, quizás esto encuentre un final inesperado en el segundo capítulo, en el trigésimo sexto, quizás logre de una vez acabar con algo. Probablemente suceda lo primero. Es uno de mis defectos, lo de nunca terminar lo que empiezo. La ilusión suele perderse por el camino, me desinflo y todo se concluye tan pronto como acababa de comenzar. Así que simplemente me limitaré a escribir hasta donde pueda, evitaré pensar en ello y seguiré redactando aunque no sepa muy bien el qué, si al final esto llegará a ser una novela o si, simplemente, se quedará en un diario, en un simple cuaderno con anotaciones en los márgenes. De verdad, he de mentalizarme, dejar de preocuparme y escribir. Escribir.
O al menos eso era lo que me decía mi profesor de Lengua y Literatura durante todo mi bachillerato. Pedro Devesa era un tipo peculiar que gastaba horrendas americanas de cuadros con coderas y narraba sus aventuras a lo largo del mundo cuando nos veía distraídos un viernes a última hora. Tenía tos de fumador recurrente y podías notar su llegada por el olfato antes siquiera de que pudieses verle. A sus cuarenta y cinco años corrías el riesgo de sumarle alguno más si te dejabas llevar por las apariencias. La vida le había tratado como él había tratado a la vida; no particularmente bien. Pedro fue quien me enseñó que yo sabía escribir.
— Tú sangra, Eric, sangra. Tienes talento para esto. Limítate a dejarte llevar y sangra. Escribir es boxear contra la vida, Eric, es la única forma que tienes de devolverla los golpes. Así que sigue sangrando hasta que no te quede nada, hasta que no tengas nada más que echarla en cara. Y entonces, cuando hayas terminado de desahogarte, ya será el momento de preocuparse por la mierda que hayas podido escribir.
Así que supongo que esto que estás a punto de leer es mi sangre.
Mi nombre es Eric. Mis padres decidieron llamarme así porque la primera vez que se besaron la voz de Eric Clapton sonaba desde la frecuencia modulada de la radio que tenía el Seat 124 de mi abuelo. No me sentí nada cómodo la ocasión en la que mi madre me confesó, entre risas, el origen de mi nombre y yo me imaginé la escena, una noche de febrero del ochenta y dos con mi padre despidiéndola desde un coche aparcado a unos prudenciales metros de distancia de su puerta. Provengo de un pequeño pueblo de la fría sierra de Madrid pero a los dieciséis años mis padres decidieron que era un buen momento para que pisase el asfalto de la gran ciudad.
Y aquí estoy, diez años después de la mudanza que cambió mi vida, sobreviviendo entre montañas de papeles, facturas y albaranes. No, la ilusión de mi vida no era ser contable, desde luego. Como tampoco lo era quedarme hasta las doce de la noche comprobando asientos y una larga fila de números que al final no tenían que dar lo que daban. Suena muy aburrido, lo sé. Y lo es, créeme, pero madurar es darte cuenta de lo irrealizable que son la mayor parte de los sueños que tenías antes de alcanzar los veintibastantes.
Así que en lugar de ser un escritor con un par de libros publicados a estas alturas de mi vida, con cierto reconocimiento nacional y la vida encarrilada, soy un contable con un piso desordenado de treinta metros cuadrados por el que casi nunca piso, con una carrera que no me sirvió de nada y tres dioptrías de miopía en ambos ojos por culpa de vivir bajo la luz de un flexo durante gran parte de mi día laboral.
¿Genial, verdad? Pues espera a que te hable de Adriana. Toda esta historia se acelerará en el mismo momento en el que empiece a contarte cosas de ella. Es el efecto que produce, es el desorden y el caos que genera. Todo empezará a cobrar sentido cuando aparezca en escena y entonces no necesitaré una gran persecución, ni un misterioso asesinato, ni el robo de un códice calixtino del siglo XII para atrapar tu atención.
Por cierto, empecé este libro con una advertencia. No te enganches a esta historia, no me cojas cariño, porque puede que ya no me encuentres al doblar la página. No soy un tipo al que le guste terminar lo que empieza. Si sigues leyendo a partir de ahora es responsabilidad tuya, aunque por el momento seguiré hablando. No puedo irme y marcharme de aquí sin haberte presentado antes a Adriana.
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Todo lo que nunca seremos
RomanceChico conoce a chica, chico se enamora de chica, pero chica no tanto de chico. En resumen, Eric tiene un marrón. Amor, lo llaman. Yo hubiese puesto en mi sinopsis que Eric conoce al 'amor de su vida', pero Eric me habría matado porque odia esa expre...