Cuando agarré el balance anual de la empresa, tuve la extraña sensación de que significaba algo. Como si me hubiera podido anticipar a los acontecimientos, como si de alguna forma todas aquellas celdas repletas de números me hubiesen servido para darme cuenta de algo. Mi jefe emitió lo que pareció un gruñido y tal y como había entrado en mi pequeño despacho, se fue. Sin articular palabra. Carlos Montero no era un buen jefe y aunque no lo conocí en profundidad, creo que tampoco era una buena persona. A mí no me aporto nada y sé que cuando pase el tiempo, no recordaré su nombre. Ni tan siquiera me acordaré de él.
Hay personas que te cambian la vida. No estoy hablando de amigos, de novios, ni de familia. No necesariamente tienen que ser aquellas que permanecen a tu lado durante años, hay veces en las que alguien simplemente te recomienda un libro, una película, un restaurante...
Y ¡Pum! Todo cambia.
Encuentras tu vocación en aquel pequeño libro de relatos de Julio Cortázar, comprendes que quieres contar historias al estilo de los hermanos Coen después de ver Fargo por quinta vez o tropiezas con el amor de tu vida un jueves a las nueve de la noche en la entrada de aquel restaurante italiano del centro. Y luego se van. Las personas que aparecen sin avisar en tu vida, me refiero. Se presentan un día y se marchan al siguiente. Y te han cambiado. No volverás a hablar con ellas, puede que únicamente hayas intercambiado cuatro frases, pero han trastocado tu forma de ver el mundo para siempre.
Te preguntarás a qué viene todo esto. No voy a explicar nada que no sea estrictamente necesario para acercarte a Adriana. Lentamente. Y esto es imprescindible. Por mi vida han pasado dos personas sin las cuales yo no sería el mismo que soy ahora. Quizá mejor, quizá peor, pero seguro que diferente. A una ya la conocéis. Desde sus ásperos discursos logró encontrar la manera de motivarme, de enfocarme hacia el camino correcto. Miento, puede que no fuera el más correcto, pero desde luego era el camino que yo quería. Pedro no se cansó jamás, no hubo un día en el que no me recordara el fabuloso don que tenía y lo desgraciado que él se sentiría si no lo terminara explotando. Era una persona anárquica, con una vida desordenada, divorciado y sin hijos. Fue el típico profesor de película norteamericana, el tutor con el que entiendes que la vida, lo que vendrá después del instituto, sólo dependerá de ti. Y del color con el que veas las cosas.
— Yo siempre he sido muy gris, Eric —me confesó un día, mientras la tarde languidecía tras la ventana de su despacho y él rebuscaba en su librería unas determinadas letras doradas grabadas en un lomo— , tan gris que desteñía. Contagiaba sin querer a la gente que estaba cerca de mí, sin darme cuenta. Por eso me divorcié y por eso estoy terminando mi vida sin amor. Si yo te puedo dar una lección es sobre lo que no tienes que ser.
— Pero profesor... —balbuceé. Nunca he sabido cómo actuar ante situaciones en las que la otra persona se derrumba. Soy nulo en las relaciones sociales y momentos como el que pasé ese día sólo hacen que evidenciarlo.
En realidad en ese "pero profesor" iba mi peculiar expresión de admiración hacia Pedro. A veces le veía así, tan cariacontecido como si le acabasen de dar una mala noticia, como si acabara de tocar aquel recuerdo amargo que todos tenemos y que explota sin que podamos hacer nada para evitarlo. En aquella época yo no le comprendía. Se ganaba la vida aunando su pasión por la literatura con su afición por enseñar a niños que todavía tienen todo que aprender. En clase y fuera de ella. Destilaba amor por lo que hacía, el arrebato casi sexual que desprende toda persona cuando habla de lo que le apasiona. Y en sus gestos en la pizarra, en su manera de moverse, en el tono de su voz mientras explicaba, se percibía el frenesí de quien entiende que el amor no es sólo el rostro de una persona querida.
Robin Williams en El club de los poetas muertos. Si un actor tuviese que dar vida a Pedro Devesa, profesor de un ordinario instituto del centro de Madrid, ese sería Robin Williams. Definitivamente. Supongo que a partir de esto, te puedes hacer una idea de cómo era, de lo que contagiaba, de la desmedida cantidad de ilusión que irradiaba en cada pequeña cotidianidad. Nunca tuve un profesor como él. Ni más adelante, ni en la universidad. Y si de algo me arrepiento a día de hoy es de no haber gastado más horas en su despacho desbordado de libros, escuchándole hablar con la misma intensidad excitada de la poesía de Bécquer o de la de Neruda, del '¿Por quién doblan las campanas?' de Hemingway o del universo de Tolkien. Le era totalmente indiferente.
Me froté los ojos con las gafas puestas. Amagué con bostezar pero reprimí el movimiento involuntario de abrir la boca y seguí con la mirada perdida entre celdas interminables.
Le conocí en primero de bachillerato. Yo acababa de llegar a Madrid y mi nueva vida me superaba, con esos edificios tan altos, las prisas por llegar a algún sitio o el tráfico intenso de ocho de la mañana. No he vuelto a sentir una soledad como esa. La de un recién llegado a un lugar en el que para todo el mundo eres transparente si no haces nada por evitarlo. Y yo no lo hice. Dos semanas después de que se iniciara el curso, seguía pasando solo los recreos. Había aprendido a odiar el ruido del timbre a las once y media y todo lo que desencadenaba.
Esa misma semana, un jueves de septiembre, Pedro nos mandó los primeros deberes. Era una redacción sobre un tema que ya no recuerdo. El lunes al acabar su clase, me apuntó con su dedo largo y me hizo un gesto cómplice que yo entendí como un 'sígueme'. Obedecí sin rechistar.
— ¿Eric Baena, me equivoco? —me preguntó cuando cerró la puerta del aula, dejando atrás la explosión de júbilo de cada cambio de clase.
— Sí, señor.
— No me llames señor, por favor te lo pido —protestó mientras comenzaba a buscar algo en su inseparable portafolios— . Con diez años, nada más terminar de leer 'El principito', me prometí a mí mismo que jamás nadie me llamaría señor. Es la palabra que indica que has cambiado, Eric, y yo sigo siendo aquel niño que entendió por qué había que preferir a los elefantes y a las boas antes que a los sombreros...
Paró de hablar y centró toda su atención en la pila de hojas que llevaba guardada. Extrajo una que al instante reconocí como mi redacción.
— ... Y yo nunca llevo sombreros. Me quedan horriblemente mal. ¿Esto es tuyo, verdad? —y me mostró el folio que, efectivamente, llevaba mi nombre.
— Sí, s...profesor.
— ¿El Gran Gatsby, verdad?
— ¿Perdón?
— Te estás leyendo El Gran Gatsby, ¿no?
— Estoy en ello, profesor.
— No lo dudé, me encanta Francis Scott Fitzgerald...
Había pronunciado las tres últimas palabras con un deje enfático que remarcaba el aprecio personal que sentía hacia el escritor. Sonrió y me tendió la redacción corregida. El 10 redondeado con tinta roja me sorprendió agradablemente. Pedro se fue mientras yo asumía mi matrícula de honor, pero se paró al fondo del pasillo, justo antes de perderse por completo, y gritó.
— Al final sólo somos seres humanos, ebrios con la idea de que el amor, y sólo el amor, puede curar nuestras heridas. Apúntatelo, Eric.
Esa frase de Fitzgerald fue la primera lección de una de las dos personas que han marcado la vida. Me quedé inmóvil. Todo lo que había ocurrido en las últimas semanas se arremolinó en la cabeza y antes de sucederme lo que me sucedió, lo supe. Después de tantos días tristes y tan poco tiempo para pensar, incluso lo necesitaba. Aparté el balance de cuentas y el resto de papeles de mi mesa.
Y rompí a llorar.
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Todo lo que nunca seremos
RomansChico conoce a chica, chico se enamora de chica, pero chica no tanto de chico. En resumen, Eric tiene un marrón. Amor, lo llaman. Yo hubiese puesto en mi sinopsis que Eric conoce al 'amor de su vida', pero Eric me habría matado porque odia esa expre...