Capítulo 3: Huidas necesarias para volver a encontrarse

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 — ¿Cómo sabes lo que tienes que hacer, Eric?

Pedro dio un sorbo a su bebida y se acomodó en la butaca. De nuevo lo había vuelto a hacer. Esa pregunta no guardaba relación con ninguna conversación anterior.

— ¿Hacer el qué? —respondí sorprendido.

— En la vida, ¿cómo sabes cuál es el siguiente paso? Un escritor lo tiene fácil, sabe que tiene que hacer sufrir a sus protagonistas desde el momento en el que la historia llega al clímax de la felicidad. Y al contrario, el escritor necesita añadir una dosis de alegría cuando sus personajes han tocado fondo. Pero esto no sucede en la vida real, nadie te marca el límite de lo que es razonable sufrir o disfrutar. Por tanto, ¿qué decisión tomar en cada pequeña situación de la vida, cómo sabemos cuál es la que nos va a llevar a ser felices?

— No tengo ni la más remota idea, profesor.

— Ya lo suponía —en su rostro se dibujó una mueca de empatía—, pero hay veces en las que no soy consciente de hasta qué punto alcanza tu brillantez. Te daré un consejo que espero que emplees tanto si la vida no te sonríe como si te sonríe demasiado: cierra los ojos.

 — Pero si usted me dijo que... 

 — Soy consciente de lo que te dije, Eric, todavía no soy un viejo senil. Te aconsejé que no vivieras con los ojos cerrados, como en aquella canción de Los Beatles... ¿cómo era? ¡Ah, sí! —y comenzó a tararear lo que yo no reconocí como 'Strawberry Fields Forever' hasta que llegó al estribillo—... living is easy with the eyes closed...  

Dio otro sorbo a su té y prosiguió.

— Vivir con los ojos cerrados es un gran error, pero yo no me estaba refiriendo a eso. Cuando no sepas hacia dónde salir, qué decisión tomar, simplemente cierra los ojos, sólo durante un instante. Y piensa qué es lo que harías si volvieras a ser un niño, si no tuvieses responsabilidades, ni trabajo, ni necesitaras ganar dinero para sobrevivir. Hazlo y encontrarás la respuesta que te hará feliz.

Fue lo primero que hice cuando me sequé el reguero de lágrimas que cruzaba mi cara. Cerré los ojos. Pensé como un niño. Obviamente no me vi siendo contable, ni llorando a solas en el despacho. Me vi a mí mismo, de la mano de una mujer que conocía, paseando por un puente que identifiqué en cuestión de segundos. Y supe dónde estaba. Dónde quería estar. Y huí.

No necesité ni cuatro horas. Pasé por casa, imprimí el billete del primer avión que salía rumbo a mi destino y me planté en el aeropuerto. Allí estaba tres años después, mirando la misma pantalla, buscando la misma ciudad en la lista, agarrando la misma maleta, pero ni de lejos era la misma persona. Por primera vez desde la marcha de Adriana estaba cometiendo una locura. Fue una sensación reconfortante, como si cayera en la cuenta de que para terminar de alejarme de ella, primero necesitara acercarme todo lo posible a su recuerdo.

Me resultó sencillo reservar el mismo apartamento en el que Adriana y yo pasamos nuestras primeras vacaciones juntos. Noviembre no era aún temporada alta y yo todavía conservaba en el teléfono el contacto del móvil personal del simpático arrendador. Con una llamada desde la fila de embarque del vuelo solventé todo.

Sólo necesitaba hacer otra llamada más y, definitivamente, sería libre. María Ángeles era todo lo que su jefe nunca logró ser. Gobernaba el despacho de Carlos Montero, su agenda y, me atrevería a decir, también su vida. Desde que la conocí, me había preguntado cómo una mujer tan amable, siempre dispuesta y sonriente, había logrado soportar a Carlos durante los diez años que llevaba siendo su secretaria. Un día ella me contó el por qué.

Se casó a los veinte años con un hombre al que quiso pero en uno de esos matrimonios en los que siempre pesaban más otros motivos que el amor. Con él fue feliz los primeros años, hasta que, al intentar tener hijos, se encontraron de frente con la infertilidad de María Ángeles. A partir de entonces, todo cambió. Su marido la prohibió trabajar fuera de casa, condenándola a estar recluida entre cuatro paredes, atándola a vivir con su salario y bajo sus normas. Un mañana, veinte años después, de pronto y sin saber cómo, María Ángeles despertó. Cuando su marido entró por la puerta aquel mediodía, le pidió el divorcio. Escandalizado y temeroso de lo que pudiera decir todo el pueblo, la levantó la mano en un violento gesto que cortó antes de que fuera todavía a más. Al ver aquello, ella hizo las maletas y, soñando con trabajar para ella misma, se marchó.

En ningún momento de la narración se borró la sonrisa del rostro de María Ángeles. Yo estaba paralizado, con esa sensación extraña que te asalta al descubrir la historia que oculta una persona que te importa. Por eso sabía que si había alguien que entendiese de huidas, sería ella. Todavía estaba reflexionando sobre ella cuando en el teléfono sonó el primer tono.

  — ¿Qué te pasa, muchachito?  —me saludó jovialmente al otro lado de la línea. Yo sabía que, en cierta forma, me consideraba como el hijo que no pudo tener.

  — Miángeldelaguarda —le dije de carrerilla— , me cojo los días que me debe, mañana no voy a ir al trabajo. Ni mañana, ni al siguiente, vuelvo la semana que viene. ¿Crees que podrás solucionármelo?

  — Eric... Eso se comunica con siete días de antelación, lo sabes.

  — Claro que lo sé, sabes que no te lo pediría si no fuese necesario, pero no voy a dar marcha atrás, Marian. Necesito tiempo, necesito escaparme de todo lo que no he logrado superar.

Y, como una madre compasiva que entiende de pronto el problema, sin ningún reproche, sin mediar ninguna palabra más, respondió con seriedad «Yo te lo soluciono, pero ven a verme cuando vuelvas, muchachito» y colgó.

La cola del embarque avanzaba pausadamente. Me distraje mirando el caos que me rodeaba: dos niños que correteaban entre los bancos de la sala de espera, un hombre compactaba todavía más una mochila que parecía a punto de estallar mientras una pareja detrás de él se besaba apasionadamente. Por un instante, creí verla entre la multitud. También la supuse a mi lado cuando me acomodé en el asiento y cuando el piloto comenzó a descender sobre el aeropuerto de destino, la imaginé allí, apretándome la mano mientras cogía bocanadas de aire. El avión tomó tierra en Praga y en ese momento tuve la sensación de estar acercándome a alguien que decidió irse demasiado lejos de mí.

Todo lo que nunca seremosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora