Ha pasado un mes y ya te has recuperado. Has vuelto a los entrenamientos y te sientes como pez en el agua.
Estás en semana de exámenes, pero en cuanto comienzas a ponerte el judogi antes del entrenamiento, hasta que te metes a la ducha, estás en otro mundo. Te olvidas del estrés. Te olvidas de las penas. Te olvidas del dolor que contienes, o directamente lo expulsas de tu ser, como si te estuvieses desprendiendo de una pequeña pelusa en la camiseta. Desconectas.
Llegas a la competición. Demasiada gente, dirías. Te pasas tres horas por los suelos con tus compañeros, haciendo caso omiso a las órdenes del profesor con que calentéis. Os lo estáis pasando bien, realmente bien. Pero justo cuando estás intentando extrangular a un compañero por robarte el cinturón, te llaman por megafonía.
Coges el cinturón con una mano, te pones las chanclas a trompicones, y derrapas antes de llegar a las escaleras que comunican las gradas con los tatamis. Oyes las risas de tus compañeros con respecto a tus habilidades. Una media sonrisa se dibuja en tu cara y no puedes reprimir una pequeña risa. Te giras justo antes de llegar a las escaleras para desearles buena suerte a tus compañeros y ellos te animan con los pulgares hacia arriba.
Te encanta esto, y lo sabes. El tener a gente así, con quien compartir esto. No sabes por qué, pero te llevas bien con todos tus compañeros, sin excepciones. A diferencia que con los de clases o conocidos que pueden no gustarte tanto, a ellos les tienes demasiado cariño, algo parecido a verlos como hermanos, como si compartiéseis padre y madre, porque compartís judo. Y sin ellos... Esto no sería lo mismo. ¿Qué sería del judo sin sus judokas?
Cinco combates. Has tenido la suerte de poder estudiar a cuatro de los contrincantes antes de llegar tu turno. Te hierve la sangre. ¿O se te ha parado el corazón? No lo sabes muy bien, ahora eres incapaz de pensar. Te preocupas por cosas más importantes.
¿Has calentado bien? Sí.
¿Llevas bien el judogi? Sí.
¿La botella de agua cerca? Sí.
Miras a las gradas y tus compañeros te miran con caras de ánimo, esperanza, y algo que parece confianza. Confianza en ti. Confían en que lo hagas genial, ganes o pierdas.
Oyes tu nombre. Bueno, te toca.
Notas ese cosquilleo recorriéndote rápidamente la columna vertebral tan familiar, que tanto te gusta y que tanto echabas de menos. Das unos saltitos todavía fuera del tatami y golpeas las puntas de los pies contra el borde de éste. Ves que el árbitro te incita a entrar en el tatami y no sabes si reir o llorar. Pero no puedes dejarlo ahora, porque sin esto no eres nada. Saludas y rezas porque todo vaya bien.
Das un paso y en cuanto apoyas la planta del pie en ese mullido material, estás perdido.
Continuas acercándote a la zona de combate. El árbitro manda el saludo. Miras de reojo a tu contrincante. Y es entonces cuando grita "¡Hajime!" cuando notas que tu cuerpo se desestabiliza.
Tu ser se traslada a un campo espiritual que nadie más conoce, nadie más que tú. Ese es el instante en el que más intimidad crees tener. Irónico ¿no? Está mirándote todo el mundo. La gente gritando tu nombre desde las gradas con palabras de ánimo, que se van disipando como la niebla, y esos gritos se vuelven borrosos en tus oídos. Pero aunque tu entrenador te diga que hagas eso, o lo otro, nadie sabe que vas a hacer. Sólo tú. Sólo tú... Decides. Ganas o pierdes. Es tu responsabilidad. Lo que hagas es tuyo y de nadie más. Todo el beneficio o toda la culpa.
La individualidad de este deporte te alivia, suspiras al recordarlo. Sólo tendrás que enfrentarte a ti misma y enfadarte contigo por lo que hagas. Tu entrenador te aconseja, te felicita, te regaña, pero eres tú el que sufre lo que has hecho.
Tu obra de arte o tu peor infierno.
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La adrenalina del judo.
RandomEstás en tu propia dimensión. Tu mente completamente desconectada de lo que pasa a tu alrededor, de los gritos que hasta hace un segundo, antes de que el árbitro gritara "¡Hajime!", oías animarte desde las gradas.