- ¡Ahí vienen, corre al sótano! – gritó desesperada la vieja al ver a los soldados cabalgar rumbo a su choza – No salgas por nada del mundo.

Un amasijo de ropas hediondas, rematado por unos pies ennegrecidos por la mugre del lugar se movió a toda velocidad entre los muebles de aquella cabaña. Buscó al tacto la manija que permitía el acceso al sótano y tiró con fuerza de ella. El polvo, el olor a cuerpos de animales podridos y la sensación de entrar al mismísimo infierno no evito que busque con avidez refugio en aquel inmundo lugar.

En el exterior, sonó el crujir de la madera astillada por los años y los cascos de los caballos habían detenido su rítmico galope. Se oyeron algunos sollozos.

- Por orden del rey. ¿Dónde se encuentra el muchacho? – dijo el soldado quien en una mano portaba un documento rematado por el sello rojo del rey y en la otra su brillante espada de plata que presionaba el pecho de la vieja.

- No entiendo a qué se refiere, oficial. Jamás lo hemos visto – gimoteó la vieja en medio del espanto al ver que más soldados temiblemente armados ingresaban a su hogar.

Tres soldados más, jóvenes todos, comenzaron a poner de vuelta y media la polvorienta choza. Sacudieron las camas, rompieron los barriles, abrieron las tinajas y asesinaron las gallinas. Era el completo caos. El muchacho observaba en silencio la escena desde un tablón a medio abrir.

- Anciana, no tiene por qué morir por esa escoria – dijo el soldado quien daba una mirada de reojo hacia sus hombres quienes aprovechaban la ocasión para llevarse todo lo que podían – solo tiene que entregarlo. Por el bien de todos.

La anciana, indignada por la advertencia, rompió a llorar desesperadamente mientras cogía con temor el borde de su vestido.

- ¡Lo hacen por ustedes, no por nosotros! – dijo con la fuerza que le permitían sus débiles pulmones - ¡Ustedes en el castillo y nosotros en el campo! ¿En qué les afecta la plaga? En nada, solo quieren evitar que llegue a su castillo asesinando a personas que podrían recuperarse. Dejen vivir a los que nos importan. ¡Se los suplico! ¡Ya está camino a ser curado!

La cuarentena, término que se aplicaba en el reino ante la amenaza de alguna enfermedad, era una solución que solo la autorizaba el rey. Ante el brote de alguna enfermedad mortal, era deber de la milicia ir a por todos los infectados y ejecutarlos de manera inmediata a fin de evitar una epidemia.

El oficial, indignado por la acusación de la anciana, cerró los ojos y hundió el acero en su débil pecho. La mujer apenas emitió un breve sonido de agonía y cerró los ojos mientras la tela del harapiento vestido se inundaba de rojo. Cuando el soldado abrió los ojos, la vieja había perdido toda expresión.

- ¡Lo encontramos! – dijo uno de los jóvenes militares que acompañaba aquel escuadrón de la muerte. Con la espada en la mano, apuntaba hacia un puñado de mugrientas ropas que había permanecido en un hoyo donde se guardaban las vísceras de animales. El olor era repugnante.

- Traigan al médico – dijo el oficial mientras retiraba su espada del pecho de la anciana.

El médico se acercó al inmundo amasijo de ropa y fue retirando lentamente cada paño. Cuando el último trozo de prenda fue extraído, el grupo de soldados no pudo evitar soltar una exclamación de asombro y repugnancia.

Un muchacho en edad adolescente los miraba aterrorizado mientras intentaba desesperadamente buscar al tacto algo filoso con qué defenderse. Uno de los soldados advirtió su intención y le tomó de las muñecas, jalándolo hacia la ventana para poder verlo mejor. Su piel parecía la de los mismos sapos del río, con protuberancias, algunas tan grandes como una canica, y gran cantidad de coágulos y pus. Su cara había sido desfigurada, quizá por algún accidente o por un intento de suicido, por lo que parecía ser algo muy caliente quedando prácticamente irreconocible al ojo humano. Solo se podían distinguir una rajadura horizontal, que los soldados adivinaron que sería la boca, y un par de carboncillos brillantes, que ahora botaban lágrimas, que presumiblemente serían sus ojos.

- Es el portador ¿Cierto? – dijo el capitán mirando con asco aquella aberración.

- He visto casos anteriores sobre brotes de la peste, pero ninguno como este – dijo gravemente el médico quien podía reventar las protuberancias con solo tocarlas – sin duda es el origen de la plaga.

Era lo que necesitaba. El capitán salió de la cabaña y sacó de una de las cajas que llevaba en la montura un rollo de papel y una pluma. Al entrar nuevamente a la casa, se dio cuenta que el muchacho se había desmayado del pánico y los soldados se apresuraban en cubrirlo con un manto negro. Como un fantasma de ébano.

- Firme aquí, doctor – dijo el oficial extendiéndole el documento al médico – es la autorización para proceder con nuestro trabajo.

El médico miró por última vez el cuerpo del muchacho. Sin duda era una más de las víctimas de las terribles plagas que aparecían cada cierto tiempo en aquellas lejanas tierras pero las órdenes del rey eran claras: Nadie enfermo debía de quedar con vida. Y si era el portador inicial, aún peor.

- Listo doctor, puede retirarse, nosotros haremos el resto – dijo el oficial mientras se echaba loción en las manos y en el rostro. Sus compañeros hacían lo mismo.

El médico dio un asentimiento con la cabeza y salió rumbo a la puerta de la hedionda choza. Al abrirla vio que el sol estaba a punto de esconderse y que las tinieblas ya comenzaban a acechar. Giró la cabeza por última vez para mirar el cuerpo del desventurado joven cuya suerte ya había sido echada desde el inicio de aquel día.

Mientras los soldados sacaban unas gruesas cadenas de sus monturas e iban discutiendo que posiciones tomarían para llevar el cuerpo infecto del muchacho, el joven seguía sentado y cubierto por completo con el manto negro. Leves manchas oscuras iban creciendo en algunas partes del manto como si la sangre estuviese ansiosa por abandonar tan inmunda presencia porque la muerte así lo exigía. Era un tributo al horror.

El foso de la plagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora