VII

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Faltaba poco, muy poco.

Dando zancadas, a la velocidad máxima que le permitía su cuerpo maltrecho, el muchacho cruzó el resto del sendero hasta llegar a otra orilla. Lo que vio delante de él si le causó náuseas y arcadas.

Un lago circular se abría delante de él, pero no era agua lo que tenía. En su lugar, una masa viscosa de carne putrefacta, sangre y excrementos llenaban la laguna. Podía ver en su superficie algunos ojos de animales que flotaban aleatoriamente, observándolo como si cuestionasen su presencia. Mirando hacia adelante, en el medio de la laguna, una diminuta isla tenía un pedestal cuya parte superior albergaba un cofre de cristal. Dentro de él, una llave dorada levitaba mostrando el valioso tesoro.

A diferencia de las dos casas anteriores, el centinela de esta zona si era visible a simple vista. Sentado y profundamente dormido, se encontraba el centinela de aquella zona dentro de un bote que flotaba en medio del mar de inmundicia.

Sabía que tenía poco tiempo y que probablemente la muerte retornaría en menos de una hora por lo que tenía que idear un plan para poder cruzar.

Puso uno de los pies en la laguna y sintió como se hundía en medio de los despojos. Quizá cruzarlo a nado sería la única manera. Pero lo que sucedió a continuación lo hizo desistir de cualquier intento. Una garra viscosa y filuda, lo tomó del tobillo e intento jalarlo hacia las profundidades. El infecto, aferrándose al suelo, logró tirar hacia atrás salvándose a tiempo de formar parte de aquella masa de putrefacción.

Encontrar la solución no fue tan difícil. Más allá, flotando en medio del lago, el cuerpo de un toro muerto se encontraba yendo a la deriva. Con cuidado de no tocar la superficie, el muchacho jaló de una de sus patas hacia él, y con ayuda de una roca, logró abrir el cuerpo del animal y sacar todas las vísceras hacia afuera y usar su interior como si de un bote se tratase. Tomó uno de los fémures que había en las orillas y comenzó a remar hacia la isla.

El centinela continuó su siesta sin darse cuenta de la llegada del intruso. Diez metros, ocho metros, seis metros, faltaba muy poco para poder llegar a la isla. Sin embargo cuando el chico llegó a poner un pie en la tierra, una terrible voz retumbó por toda la sala.

- Detente – dijo la tronante voz del centinela quien había despertado – De todos modos, no saldrás vivo de aquí.

El muchacho, quien no había contado con el despertar del guardia, volteó a mirarlo. Lentamente el bote se deslizaba por el mar de inmundicia rumbo a él. El centinela lo miraba con unos penetrantes ojos rojos que brillaban desde la oscuridad mientras se acercaba.

- Aléjate – le dijo el muchacho – ya llegué muy lejos como para retroceder.

- La muerte no tardará mucho en llegar – dijo el centinela – no imaginas cuanto se molestará de ver a un apestado como tú haber tocado sus sagradas llaves.

- No me quedaré mucho tiempo – dijo el muchacho – tengo cuentas que saldar con el mundo de los vivos.

Cogió una piedra y rompió el cofre de cristal. El centinela se elevó en el aire y fue a toda velocidad rumbo a él muchacho a fin de que no tomase la llave pero fue tarde.

Cuando se metió la llave al bolsillo, el centinela se detuvo de golpe. Una escalera de huesos había aparecido en el lugar donde había estado el pedestal y se dirigía hacia el techo de la estancia. Boquiabierto, el muchacho reaccionó con tiempo y logró subir a todo trote los escalones. El centinela, horrorizado por lo que pueda pasar, levitó a toda la velocidad para arrebatarle la llave sin embargo ya era tarde.

A medio subir las escaleras, una puerta apareció en el medio. El muchacho cogió desesperadamente la llave y la introdujo en la cerradura hasta que encajó y le dio vuelta. Antes de entrar volteó a mirar a su perseguidor. Se había detenido.

El foso de la plagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora