IV

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El cuerpo caía y caía sin control. El muchacho miraba por los bordes rasgados de sus harapos las paredes de aquel foso sin fondo. Veía los ladrillos pasar uno tras otro como un desfile frenético de mosaicos sin mayor variación.

Sentía el aire helado golpeándole la cara, los bazos, el pecho y las piernas. Esa sensación de frío calmaba un poco el ardor de las pústulas y sentía que podría pasar una vida cayendo por aquel foso, sintiendo aquella breve sensación de bienestar.

Pasaban los segundos y luego los minutos. ¿Qué tan profundo era ese foso? No lo sabía. Lo que si sabía era que, así como él, numerosas personas acusadas de generar brotes infecciosos habían sido lanzados allí donde se creía que vivía la mismísima muerte.

De repente, sin previo aviso, el cuerpo golpeó una superficie líquida. El muchacho abrió los brazos y separó las piernas para iniciar un torpe nado hacia la orilla más cercana. Se quitó el agua de los ojos y miró donde estaba.

De pie ante la orilla de una laguna cuyos límites no eran visibles, se encontraba el infectado mirando lo vasto de aquel lugar. Miró hacia atrás y vio el agua de color negro golpeando el borde de la costa donde estaba parado. Al fondo solo la oscuridad más penetrante. Miro hacia adelante y observó un bosque frondoso y tétrico de árboles de tamaños colosales cuyas copas se perdían en la penumbra del techo. Apenas había iluminación.

Lo más sorprendente estaba arriba. Mirando hacia el "cielo", una pequeña esfera de luz se hallaba suspendida como simulando una luna. Pero quedaba claro que no lo era. Aquello era la entrada del foso cuya distancia la hacía ver tan lejana que parecía un astro luminoso suspendido en aquel techo azabache sin estrellas.

El muchacho se sintió confundido sobre donde estaba. Él había oído historias terribles sobre el foso, que aquello era la entrada al infierno donde el mismísimo satanás lo sometería a torturas incesantes por el resto de su existencia. Lo que tenía ante sí era una playa negra frente a un bosque sumido en la oscuridad.

El muchacho avanzó rumbo hacia el único sendero que había en aquella zona, rodeado de árboles gigantescos y vegetación espesa. Si ese lugar tenía alguna salida, era necesario buscarla.

Tras caminar por casi una hora, a tientas y guiado por las corrientes de aire helado, el muchacho vio a lo lejos una leve antorcha. Emocionado por conseguir algo de luz que le permitiese continuar, el infectado avanzó hacia la fuente de iluminación, apartando las plantas de su camino en un ritmo frenético y desesperado por encontrar respuestas. Cuando logró quitar el último arbusto de su camino, logró ver la fuente de luz. Era una cabaña de madera en ruinas.

Asombrado por el descubrimiento, el muchacho cogió la antorcha y se internó en la cabaña buscando indicios de donde se encontraba allí adentro. Recorrió habitación tras habitación observando las cosas que había. Una sala decorada con muebles roídos por garras de animales salvajes que probablemente habitaban ese lugar, una cocina cuyos muebles era irreconocibles pues la maleza había penetrado por las ventanas, cubriendo todo a su paso. Un dormitorio empolvado que no daba señales de haber sido usada en mucho tiempo y, finalmente, una sala donde se podía ver solo una silla en el medio del piso crujiente de madera.

El muchacho aguzó la vista en medio del polvo que flotaba en el ambiente y vio que alguien se encontraba sentado en medio de aquella pequeña habitación. Se acercó y el corazón le dio un vuelco al verlo.

Un hombre, vestido como la nobleza del reino, se hallaba sentado en medio de la estancia. Sus ropajes eran finos y, al parecer, se encontraba mirando la pared de madera. El único detalle era que aquel extraño ser no poseía un rostro. Su cabeza solo era una masa de carne con cabello. Cuando el muchacho estuvo a punto de huir espantado, el ser habló.

El foso de la plagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora