Capítulo II

54 3 1
                                    

Era de día y yo corría detrás de ese auto. Mis padres iban en él y no podía alcanzarlos. Se habían ido sin mí. Llorando volvía a casa y lloraba hasta que anochecía. Cerraba puertas y ventanas esperando que el vampiro no entrara. Pero yo sabía que estaba ahí, esperando por mí. Lo veía a través de la ventana, estaba rodeado de una abundante neblina en medio de la noche. Su rostro parecía una máscara diabólica del folclor sudamericano, con arrugas en los ojos y contornos de la boca, de la cual se asomaban un par de colmillos ensangrentados; sus pómulos prominentes parecían ser los de un esqueleto; mientras que sus cejas eran tupidas, sus orejas grandes, su piel pálida y su larga cabellera negra, parecían las de una bestia. De sus ojos de color rojizo se desprendía un destello como si fueran las mismísimas llamas del
infierno.

En sus brazos cargaba el cuerpo inocente de un bebé quien lloraba como los maullidos de gato en celo; el cuerpo de la criatura estaba desnudo y podían verse las garras de la bestia clavarse en los bracitos y piernitas de este.

-¡Déjalo! -le gritaba valerosamente sin que mi voz pudiera escucharse. Pero él sólo sonreía mostrando aún más sus puntiagudos colmillos- ¡Suéltalo! -insistía inútilmente.

Ya no podía hacer más y desde mi ventana lo veía destazar a la inocente criatura, lo veía desprender la cabecita del torso por medio de un giro brusco que emitía un sonido parecido al que se escucha cuando se le tuerce la pata al pollo para desprenderla del muslo. La sangre salía a borbotones por el pescuezo y el vampiro lamía con suma excitación. Él también estaba desnudo, toda su piel estaba pálida, podía ver sus venas de color rojo que iban de un lado a otro en forma de raíces o telarañas.

Desperté sudando y con una sensación extraña en mi pecho, una sensación como de alivio. Cerré los ojos y me dije que nada de eso había sido real. Cuando los abrí, vi que ya era de día, un rayo de luz atravesó por la orilla de la cortina que alcanzaba a cubrir la única ventana en la habitación que estaba a mi lado izquierdo, era una cortina mugrienta que en alguna época presumió de ser blanca. Me encontraba en la habitación a la que había entrado por mi voluntad la noche anterior. Estaba casi desnuda. Recordaba haberme quitado los jeans, la blusa y el suéter, y dejarlos hechos bola sobre una silla. Me levanté de la cama enredando una sábana a mi cuerpo y por varios minutos contemplé la habitación sin moverme de ahí, mirando de un extremo el otro. Aquel lugar no era como yo lo recordaba, al menos no de tamaño, pues recordaba un lugar más grande, con muebles más grandes, con un techo más alto, con una cama más grande. A mi lado derecho, distinguí una cómoda cuyo espejo estaba cubierto por una sábana. A los lados de la cama vi un par de mesitas de noche, a los pies de la misma distinguí un baúl y al lado izquierdo, justo en la mera esquina, vi un sillón para dos personas, un peculiar sillón como de museo, estilo Luis XV, con una mesita que bien le hacía juego. Sin embargo, lo que más predominó en ese lugar, fue el fonier, era un mueble tan alto que llegaba al techo y tan ancho que casi cubría toda la pared, imaginé que para moverlo, se requeriría de la fuerza de diez hombres. Tuve miedo de abrirlo. La puerta de entrada a la habitación estaba al lado del armario, casi frente a mí, y al lado de esta, pero pegada sobre la pared del lado derecho, vi otra puerta de menor tamaño y anchura. Por curiosidad, salí de la cama y me dirigí a la puerta pequeña, descubriendo en su interior un pequeño baño de dimensión rectangular. Las paredes eran de mosaicos de color aperlado. No me adentré del todo, distinguí al fondo una ventana que permitió ver las copas de algunos árboles a la distancia, generando una pintura que retrataba un atardecer cualquiera y, bajo de ella, una bañera de porcelana con patas en forma de garra y grifería en tono dorado, que bien hacía juego con las del lavabo y el sanitario que estaban pegados en el muro de mi izquierda y en cuyas superficies distinguí rastros de velas derretidas. Me pareció un lugar acogedor. Anhelé un baño caliente.


Finalmente salí de la recámara un poco temerosa, el corredor estaba vacío, un filo fino de luz entraba por la ventana que estaba hasta el final; todas las habitaciones estaban distribuidas hacia la izquierda y lo único que tenían al frente era una pared tapizada de color rojo con la flor de lis en tono dorado. Poco a poco caminé por ese pasillo, no me atreví a abrir las puertas, tuve miedo de encontrarme algo horroroso, aún estaba un poco sacudida por la pesadilla. Vi con detenimiento el muro en busca de telarañas, pero no había rastro de alguna, el tapiz tenía marcas de colores más vivos; es decir, marcas de que habían retirado cuadros que por muchos años habían estado colgados ahí, protegiendo del sol los colores rojizos, si bien, en todo el muro resaltaba la ausencia de cuadros. Aunque nadie me veía, discretamente conté cinco puertas, la última parecía ser la más grande. Me pregunté si el vampiro podría estar ahí. No lo dudé y con valor giré la perilla y desde ahí, con la puerta casi abierta, distinguí arriba de la cama un bulto cubierto por una sábana blanca. Las partes que más resaltaban fueron la cabeza y los pies. Cerré con discreción. Bajé por las escaleras descubriendo que en aquella planta, la luz de día, entraba con todo su esplendor. Entraba por la puerta del recibidor y las del salón Aunque no quise pasar por ahí, así que me fui directo a la cocina en busca de algo para comer y allí, sobre la mesa, al lado de las latas de comida y pan, encontré una nota en manuscrita, con un garigoleado que sólo había visto en escritos del siglo diecisiete.

Era un vampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora