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Existe una leyenda en la que se cuenta, por muy ficticia que parezca, que la muerte, alguna vez sintió amor. Siempre, he creído que es más una historia de horror, que, de amor, sin embargo, jamás ha dejado de parecerme romántica. El hecho de que una deidad tan lúgubre y temida haya sentido aquél sentimiento que ha matado a más de un hombre, es digno de admirar. La leyenda transcurre en aquellos años que la paz y la tranquilidad reinaban, dónde las ciudades eran pueblos y los pueblos eran bosques. Dónde La Muerte, estaba escaso de trabajo.

Una joven chica de un pequeño pueblo estaba acostumbrada a pasear todos los domingos por un parque peatonal a unas cuadras de su casa, siempre iba a recoger flores pues a esta le encantaba dárselas a la madre enferma. Era una niña muy inocente, de unos 16 o 17 años, con una piel tan suave y delicada como aquellas rosas que yacían sembradas en aquellos grandes rosales del parque, tan pálida que podía tener brillo propio. Era tan hermosa que tenía decenas de pretendientes en el pueblo, pero ella, tan dulce e inocente, sólo podía estar enamorada de una sola persona. Cerca del parque vivía un buenmozo joven que era un par de años mayor que ella, era el dueño del rosal y cada que Sofía (la chica protagonista de esta historia) visitaba el mismo, aprovechaba para verlo y hablar por horas con el joven Alejandro, pues su amor era mutuo, un par de almas juveniles emancipadas por el sentimiento del amor, siempre ensimismados en su extraña relación de amigos. jamás se percataban de lo sucedía en la vida real.

Un día, a Alejandro, al joven y alegre muchacho, le tocaba morir. La Muerte deambulaba por el rosal, marchitando cada rosa a su paso, acercándose de manera taciturna al hombre. Iba con sus manos abiertas para tomar a Alejandro entre sus brazos y llevárselo del mundo en el que éste decía vivir feliz. Pero algo lo detuvo, pues la lúgubre entidad observó a una chica caminando de manera alegre por entre las rosas, sin cortarse, sin hacerse el mínimo rasguño. "¿Qué sucede?" Se preguntaba la muerte, "¿cómo es posible que alguien pueda camuflajearse con el brillo de las rosas?" La siguió por la curiosidad de saber quién era, porque jamás había visto a alguien tan hermosa andar de manera tan tranquila por las calles de tan pequeño mundo. ¿Acaso la muerte no sabía de ella? ¡Pues no! No lo sabía, y eso era lo que más le inquietaba a la inmortal presencia, "¡Estaba seguro de que no era una creación humana, era una creación divina!" Y para su sorpresa, era la causa de que el joven Alejandro estuviera feliz, y Alejandro era la causa de que ella también lo estuviera. Ambos eran aquella unión divina predicha en cualquier profecía que pudiese existir. Ambos emanaban aquella felicidad y jovialidad que podría caracterizar a cualquier adolescente. La divina y espectral presencia quería hacerse dueño de esa hermosa creación de la naturaleza, ¡pero no era un ser material! ¿cómo un humano podría enamorarse de algo que no ve ni siente? Eso era deprimente, pero La Muerte, a pesar de su tristeza, jamás se resignó, quería darle a demostrar por sobre todas las cosas, que él, la aparición que más aterrorizaba a todo hombre, podría resguardar de ella, por el resto de la eternidad.

— ¡Nadie podrá hacerle daño a tal creación divina mientras yo esté vivo! —Exclamó La Muerte, mientras observaba a la pareja de enamorados abrazarse— Y si alguien osa de molestarla, entristecerla, maldecirla, desearle el mal, infringirle el odio, ¡morirá! Pero si alguien más pretende hacerla feliz, yo por mi parte, me encargaré de que esa persona, con sus buenas intenciones también viva, ¡pues su felicidad lo vale todo! Y yo, haré hasta lo imposible para que así sea. —La Muerte permaneció detrás de los dos enamorados, cubriéndolos con su túnica oscura y fría. Alejandro no murió ese día, pues éste, era la causa de que la protegida, fuese feliz.

Sofía regresó a su casa después de un largo día de estar con Alejandro, con un canasto lleno de rosas blancas y rojas, que la mismísima muerte se había encargado de que las mismas, jamás se marchitasen mientras el siguiera junto a Sofía. Eran las rosas más hermosas que alguna vez Sofía habría recolectado, eran brillantes y olorosas, carecían de espinas y aún mantenían el rocío matutino a pesar de que el sol se estaba escondiendo, pues un nuevo atardecer se acercaba. La madre de Sofía estaba enferma de una fuerte gripe que arrasaba con toda la aldea, no era mortal, pero sí peligrosa pues podía desencadenar otro tipo de enfermedades. La señora Rocío siempre estaba postrada en cama tomando algunos medicamentos que los confiables doctores recetaban para la cura inmediata o rápida del virus, pero cuando Sofía llegaba a traerle flores, Rocío siempre se levantaba de la misma y la recibía con mucha alegría y emoción, pues decía que, aunque sentía que fuese a morir, su hermosa hija la llenaba de vida. Sin embargo, Sofía no era la única hija de la señora Rocío, también estaba el caballero y señor Alfonso, que, aún con 32 años, no llevaba ni un pan a la casa. Era el dolor de cabeza más grande de ambas mujeres del hogar, pues el pobre hombre sufría de alcoholismo y duraba noches sin volver a su hogar dejando una preocupación muy grande en la familia y un dolor insoportable al sentir el repugnante olor del ron casero y notar su fuerte rabia hacia la existencia de la pequeña Sofía, pues éste decía, que ella, tan pura y santa, se había convertido en el reemplazo del mismo, arruinando su vida por completo. Pero aun así Sofía, no odiaba a su hermano y siempre que podía le llevaba un pan o unas galletas que compraba en el pueblo ya que a este le encantaban.

Esa noche, todo fluía con normalidad, La Muerte yacía escondida en una esquina oscura de la habitación observando cómo moría lentamente la madre de la pequeña niña sin su intervención divina. Había muchas cosas que la muerte no entendía del mundo, pues ésta sólo salía de su hogar para asechar y llevarse otra alma. Jamás le dio tiempo de entender al humano, pues a ésta omnipotente presencia se le encargaba llevárselos. Alfonso acababa de llegar y para sorpresa de la pequeña familia, esta vez también estaba borracho. La Muerte, inmediatamente se percató del sentimiento que emanaba del hombre mayor, era un odio imparable que iba más allá de su propio ser. Éste entró sin pronunciar ni una sola palabra al humilde hogar y apenas vio a su pequeña e inocente hermana, comenzó a insultarla, culpándola de crímenes que ni un demonio sería capaz de cometer. La enferma madre, preocupada por el estado de su hijo se levanta de cama, e inmediatamente le da un ataque de tos, La Muerte, observando toda la situación maravillado, permanecía escondido en su esquina, viendo cómo los humanos reaccionaban a las distintas situaciones que se le podían presentar de un momento a otro. Sin embargo, las cosas se salieron de control, el furioso hermano se abalanzó sobre la pequeña niña y con sus fuertes manos comenzó a estrangularla, y ésta, con sus delicadas manos, sólo le daba fuerzas para intentar alejar a su hermano de sí misma. Su madre en crisis de tos no podía levantarse y ayudar a su dulce hija que se encontraba en peligro, cómo muchas veces antes lo había hecho. La Muerte, furiosa al ver las lágrimas correr y el intento de gritar de su protegida, comenzó a acercarse lentamente por la espalda del endemoniado hombre, mientras observaba cómo la pequeña comenzaba a perder la razón y, el espectro, con un sentimiento que jamás había conocido en su vida, al tener a Alfonso frente a él, tocó su hombro, como si de un amigo se tratara, como si brindarle paz fuese el principal objetivo de la taciturna presencia. Inmediatamente, Alfonso soltó a Sofía y tomó su pecho entre sus manos, apretaba sus dientes y comenzaba a perder el conocimiento, el equilibrio, la voz, la respiración, la vida. Sus ojos viraban hacia arriba y su boca emanaba espuma. Sofía y Rocío corrieron rápidamente hacia su pariente moribundo, y ambas con lágrimas en sus mejillas llorando desgarradoramente, tomaban a Alfonso entre sus brazos y con fuerza gritaban al cielo, implorándole al mismísimo Dios que se los devolviera, que se las llevara a ellas. Lo abrazaban con fuerza, pues sentían que su forma física también se iría del lugar. Estaban desoladas, deprimidas y dolidas. Era la muerte del amor de sus vidas, había muerto alguien importante para ambas. La Muerte, observaba con delicadeza y compasión la situación, parecía comprender el dolor de los humanos y comenzar a sentirlo, ver a su protegida tan deprimida y desconsolada comenzaba a hacerle sentir todo tipo de sentimiento que jamás en su vida se había imaginado sentir. La Muerte se arrodilló junto a ellas, y lloró. Lloró como jamás lo había hecho en su vida, de forma desconsolada, con llantos y lamentos, con lágrimas frías y gritos al viento, maldiciones y juramentos malditos que jamás habían salido de su boca. ¿La muerte podía sentir? ¿algo tan imposible podía llegar a ser tan real? Y era tanto el dolor, que el llanto de la muerte se convirtió en lluvia, y la lluvia en el llanto de Rocío y Sofía.


Mortífero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora