3 ─ Conociendo a Daniel Miller.

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Al ritmo de la canción “Happy”  del cantante Pharrel Williams me levanté y estiré mis brazos por encima de la cabeza. Sonriendo miré por la ventana.

-Primer día, a por ti voy.

Después de salir del baño me dirigí a la cocina donde ya estaba Dumi esperando a que le sirviera la comida. Mientras ponía música en la estancia para acabar de despertarme, con la toalla alrededor de mí, empecé a bailar.

Para ya o llegarás tarde, tonta, habló la parte inteligente que hay en mí.

No me gustaba que fuesen impuntuales conmigo así que yo tampoco solía darme el gusto de serlo con otros. No hagas lo que no te gustaría que te hiciesen, esa es una de las frases que más repito de todas las que me enseñó mi madre. Las madres y sus dichos, ¿verdad?

Cuando estuve delante del gran edificio suspiré y entré haciendo que los tacones sonaran en el mármol.

-Finalmente sí aceptaste –sonrió la recepcionista de ayer dándome la bienvenida. Salió de detrás de la mesa y me dio dos besos-. Yo soy Mónica, pero puedes llamarme Moni, ya estoy acostumbrada –su sonrisa era de las típicas de anuncios Colgate-. Bienvenida Rebeca.

Bien, ese nombre me recordaba a un mono, pero me ahorré mi comentario y le sonreí sinceramente. Si todos eran como Moni, al parecer no iba a ser tan mala la estancia aquí.

-Gracias Moni. ¿Puedes decirme dónde trabajaré? –ya que ella era la única a la que conocía, me ahorraría el dolor de cabeza buscando mi oficina en este edificio que parecía un enorme palacio.

-Claro, sígueme –sus altos zapatos empezaron a resonar por el suelo y la seguí.

Esta vez, entré por la derecha y me recibió un largo pasillo con varias entradas en la izquierda. Todo era blanco y tenían varios ventanales por los que se veía la carretera y muchos más edificios.

Cuando nos subimos en el ascensor que se encontraba al final del pasillo, Mónica pulsó el número tres y las puertas de metal se cerraron en completo silencio. Estuve a punto de silbar por eso. Las puertas del ascensor del edificio donde vivía tardaban un siglo en cerrarse y hacían un ruido insoportable. Por ello, nunca lo usaba. También estaba la cosa de que haría un poco de ejercicio cada día subiéndolas y bajándolas y así no me sentía tan mal conmigo misma al no hacer nada.

-Todos los que trabajan aquí suelen ser muy buenas personas –comentó la rubia-. Menos algunas… chicas –sé que quiso decir otra palabra mal sonante y se controló. Moví la mano en el aire como quitándole importancia.

-No te cortes por mí, mi mejor amiga es doña mal hablada. Nada de lo que digas me sorprenderá –reímos y subió su pulgar en señal de todo bien.

-Algunas son unas auténticas hijas de puta –soltó y reí-. Cuando tengamos un poco de tiempo te diré quiénes son –me acarició el brazo con ánimo cuando las puertas se abrieron dejándonos ver a un montón de gente de un lado al otro.

Dejé que pasase la primera, me condujo hacia delante donde al final del todo había una puerta en la que ella llamó con mucho cuidado. Abrió sin esperar nada de nadie y algo me dijo que abrió sin respuesta porque no habría una.

Me esperaba encontrarme con un chaval más joven, desarreglado, que llevara escrito en la frente paz y amor como un hippie completo. Un chaval que fumara marihuana en el despacho, con los ojos rojos y tirando todo lo que se encontraba en su camino. Uno que no dejara de gritarle a su padre.

Pero nada más lejos de la realidad. Sentado detrás de la mesa había un hombre. Joven, sí. Pero no un chaval, un hombre con sus 24 –por lo menos- bien puestos. Su pelo moreno tirado hacia arriba, sus ojos verdes mirando la nada mientras escuchaba a su padre hablarle sobre el trabajo. Su cuerpo estaba cubierto por un traje azul marino con una corbata negra y una camisa del mismo color.

El trotamundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora