El lóbrego sonido de las patrullas resonaba estruendoso en mis oídos, sosegado por los gritos de una multitud que rogaba por su querida Venezuela.
La calle ataviada de hombres de papel, cargados con armas frente a un par de personas que solo reclamaban por un plato de comida.
Manos temblorosas, oídos sordos, miradas vacías. Toda esa pesadumbre bajo la mano de un tirano que envuelto en ambición mataba a su pueblo.
Uno, dos, tres quizás.
Caían como muñecos inanimados al suelo, desfalleciendo a mano de monigotes que mataban por un par de centavos.
La sangre de mis manos recorría la hoja de papel que sostenía con una grandilocuencia inexistente.
Una carta. Una carta de despedida. Ese adiós que me costaba tanto decir.
Pero tenía la certeza que ellos no dejarían a nadie en pie.
Ni siquiera a la pequeña de ojos café que se encontraba acorralada tras un enorme bloque de cemento caído.
Los susurros atravesaban mi piel. Sentía el grito formarse en la base de mi garganta, intentando expresar la frustración que me provocaba estar despidiéndome de mamá, papa, de la pequeña.
Si tan solo no hubiese estado ahí. Si no me hubiese creído invencible.
Se escuchaba el latido de un solo corazón, un corazón de alas reprimidas.
Los agolpados pasos levantaban volutas de polvo a medida que se acercaban al pequeño recoveco donde me encontraba, pisando cada uno de los cuerpos que flaqueaban y se hacían uno en protesta.
Me mantuve tranquila, aún escribiendo con el pedacito de carbón un rápido lamento. Que sabía jamás llegaría a su destino, pero soñar era lo único gratis en este momento.
El escrutinio de los gendarmes buscando algún alma con vida me daba algunos momentos para pensar.
Así que cerré los ojos y soñé.
El color morado que teñía mis costillas desaparecía en mi sueño. También el camino de cicatrices, provocada por los látigos y garrotes, que surcaban mi espalda.
Los azotes de manos callosas que marcaban mis mejillas se hacían humo bajo lágrimas de espesor caliente. Lagrimas de rabia e impotencia, destructoras a su paso.
Y deje de respirar, reconociendo el inconfundible acre del gas lacrimógeno.
Me quedaban tan solo unos minutos antes de desmayarme. Era cuestión de tiempo para atisbar los uniformados doblando la esquina para acabar con lo que ya habían empezado.
Imaginé.
Me veía a mí misma, quizás en la universidad. Siguiendo la carrera que a mí me gustaba, no la que ellos querían. Años más tarde cargando un bebé, con esa familia que tanto soñaba.
Me vi anciana, disfrutando de mis nietos. Contándoles una historia, una feliz. No esta.
Me vi en la cama, con la vejez haciendo mella en mis manos llenas de arrugas. Pero era feliz.
Y en ese torbellino de emociones, era libre.
El futuro pasaba veloz, como un flash debajo de mis pesados párpados que ya amenazaban con cerrarse para siempre.
Pero no podía permitirlo, había llegado hasta aquí. Iba a morir de pie, luchando para que aunque sea mi pequeña pudiese ser libre. Libre de poder elegirse a si misma, pero el golpe de realidad cayó sobre mi pecho.
Oprimiéndolo con una bala que atravesaba en donde revoloteaba la esperanza.
Esa esperanza de abrir mis alas, de que mi boca se descociera. Ese pequeño vaticinio de libertad inexistente.
Mi cuerpo caía junto a otros miles, sobre el frío asfalto cubierto de mártires.
Y mi última carta no fue de despedida... En mi última carta, hable de la hipocresía.Este texto lo escribí para una de mis mejores amigas, Mariana. Los invito además a leer sus escritos, son sinceramente fascinantes.
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Historias de un jinete de dragón.
RandomSoy un simple ratón de biblioteca que decidió plasmar en tan corta existencia sus más sinceros relatos. Mantengo viva la devoción por esos simples placeres que me provoca la escritura, enardezco mi alma buscando sonrisas a través de un papel. Es l...