Historias de un jinete de dragón.

Jinete de dragón.

Tic. Toc. Tic. Toc.
Vuelve a retumbar el sonido hueco de las manecillas del reloj marcando la medianoche.
Deja que su mirada se pose otra vez en la sombra de unas alas rotas, directo hacia su ventana. Como si el as de claridad que por allí entraba fuese un escaparate de esa locura que iba envolviéndola desde sus entrañas.
Apoyando el lápiz en la mesa, deja que la luz de la luna entre a raudales. Abriendo completamente así, las cortinas de la oscura habitación.
Mira hacia afuera, contemplando el cielo nublado. Reflejándose su dibujo en semejante inmensidad celeste. Ese mismo gris que se reflejaba momentáneamente en el brillo plateado de sus ojos.
Mira sus manos, limpias a simple vista, pero llenas de cicatrices. Rasgadas por el dolor de una guerra ganada.
Cicatrices dignas de un jinete de dragón. Entreviendo por sus pestañas agolpadas de agua transparente, algún atisbo de compañía en la cansina noche de Mayo. Tiene miedo, sus deseos de volar se ven acendrados por el vaticinio de un sufrimiento que, hasta hace poco, le parecía merecedor.
Se convence una y otra vez que no es nada, que ya no hay nada. Con certeza afirma aquello, aún pasando la vista de la luna hacia sus manos.
Observa detalladamente el cesto de basura lleno de cartas que nunca envió. Que nunca pudieron llegar a su destino.
Pero a sabiendas de todo esto sigue con esa enervante firmeza que le impide mirarse. Sabe perfectamente que está negada a verse a un espejo.
Porque le tiene miedo a lo que su reflejo pueda mostrarle. Lo sabe, un jinete de dragón no se ve pulcro, pero si se ve íntegro.
¿Qué más fuerte que la persona que logró domar a una fiera? Quizás algún día lo comprenda.
A ella sólo le faltaba domarse a sí misma.

Este texto está dedicado a mi efímero dragón, que fue sólo como un suspiro en mi vida.