Al principio, cuando desapareciste, tu madre me advirtió que descubrir qué te había pasado exactamente sería peor que no llegar a saberlo nunca. Discutíamos constantemente sobre ese tema, porque en aquella época discutir era lo único que nos mantenía unidos. -Saber los detalles no lo hará más fácil -me avisaba ella-. Los detalles te harán pedazos. Yo era un hombre de ciencia. Necesitaba hechos. Quisiera o no, mi mente no paraba de generar hipótesis: secuestrada; violada; profanada.
Rebelde. Esa era la teoría del sheriff, o al menos su excusa cuando le exigíamos respuestas que no podía darnos. En el fondo, a tu madre y a mí siempre nos había gustado que fueras tan terca y tan apasionada a la hora de defender tus convicciones. Cuando desapareciste, comprendimos que esas cualidades, atribuidas a un chico, lo retrataban como una persona inteligente y ambiciosa. En cambio, aplicadas a una chica, se consideraban problemáticas. -Siempre hay chicas que se escapan. El sheriff se había encogido de hombros como si fueras una chica
cualquiera, como si, pasada una semana, un mes o incluso un año, fueras a volver a nuestras vidas ofreciéndonos una disculpa desganada acerca de un chico al que habías seguido o de una amiga a la que habías acompañado en un viaje a ultramar. Tenías diecinueve años. Legalmente ya no nos pertenecías. Eras dueña de tus actos. Pertenecías al mundo. Aun así, organizamos partidas de búsqueda. Seguimos llamando a los hospitales, a las comisarías y a los albergues para indigentes. Pegábamos carteles por toda la ciudad. Llamábamos a las puertas. Hablábamos con tus amigos. Inspeccionamos edificios
abandonados y casas quemadas en los barrios bajos de la ciudad. Contratamos a un detective privado que se llevó la mitad de nuestros ahorros y a una médium que se llevó casi todo lo restante. Apelamos a los medios de comunicación, pero perdieron interés al ver que no había detalles truculentos de los que informar incansablemente. Esto es lo que sabíamos: estabas en un bar. No bebiste más de lo normal. Les dijiste a tus amigos que no te encontrabas bien y que ibas a volver andando a casa y, según dijeron después, esa fue la última vez que te vieron. Con el paso de los años hubo muchas confesiones falsas. El misterio
de tu desaparición atrajo a una caterva de sádicos. Ofrecían detalles que no podían probarse, pistas imposibles de seguir. Pero al menos eran sinceros cuando los pillaban. Los médiums, en cambio, siempre me culpaban a mí de no poner suficiente empeño. Porque yo nunca dejé de buscarte. Entiendo por qué tu madre se dio por vencida. O al menos tenía que fingir que se había dado por vencida. Tenía que rehacer su vida, aunque no fuera por sí misma, por lo que quedaba de la familia. Tu hermana pequeña todavía estaba en casa. Era callada y esquiva y se juntaba con chicas que podían convencerla para que hiciera cosas que no debía hacer.
Como ir a un bar a escuchar música y no volver nunca más. El día que firmamos los papeles del divorcio, tu madre me dijo que su única esperanza era que algún día encontráramos tu cuerpo. A eso se aferraba: a la idea de que algún día, por fin, pudiera depositarte en el lugar de tu eterno descanso. Yo le dije que podíamos encontrarte en Chicago o en Santa Fe, o en Portland, o en alguna comuna de artistas a la que te habías marchado porque siempre fuiste un espíritu libre. A tu madre no le sorprendió oírme hablar así. Era una época en la que el péndulo de la esperanza aún iba y venía
entre nosotros, de modo que algunos días tu madre se metía en la cama vencida por la pena y otros regresaba a casa después de ir de compras con una camisa o una sudadera o unos vaqueros que te regalaría cuando volvieras con nosotros. Recuerdo claramente el día en que perdí la esperanza. Estaba trabajando en la clínica veterinaria del centro. Alguien trajo un perro abandonado. Daba pena ver al pobre animal, saltaba a la vista que lo habían maltratado. Era un labrador blanco, pero tenía el pelo ceniciento por la intemperie. Tenía cúmulos de pinchos clavados en las ancas y llagas en la piel pelada, donde
se había rascado o lamido demasiado, o esas otras cosas que intentan hacer los perros para tranquilizarse cuando se quedan solos. Pasé un buen rato con él para que se diera cuenta de que no corría peligro. Dejé que me lamiera el dorso de la mano. Dejé que se acostumbrara a mi olor. Cuando se calmó, empecé a examinarlo. Era un perro viejo, pero hasta hacía poco había tenido los dientes bien cuidados. La cicatriz de una operación indicaba que en algún momento le habían tratado una lesión en la rodilla, cuidadosamente y sin reparar en gastos. El maltrato evidente que había sufrido el animal aún no había dejado
huella en su memoria muscular. Cada vez que le acercaba la mano a la cara, sentía el peso de su cabeza sobre la palma. Miré los ojos tristes del perro y mi mente se llenó de imágenes de la vida del pobre animal. No tenía modo de conocer la verdad, pero mi corazón sabía de algún modo lo que había ocurrido. No lo habían abandonado. Se había escapado o se había soltado de su correa. Sus dueños se habían ido a hacer la compra, o de vacaciones, y de alguna manera (por culpa de una verja que alguien había dejado abierta accidentalmente, o de una puerta que la persona encargada de cuidar la casa
había dejado entornada sin mala intención, o bien porque el propio perro había saltado una valla), esta criatura amada se había encontrado deambulando por las calles sin saber qué camino tomar para volver a casa. Y un grupo de chavales o un monstruo incalificable, o una mezcla de ambas cosas, lo había encontrado y había convertido la mascota mimada en un animal torturado. Al igual que mi padre, yo había consagrado mi vida a curar animales, y sin embargo aquella fue la primera vez que asocié las cosas terribles que la gente les hace a los animales con las cosas aún más terribles que les hace a
otros seres humanos. Hete allí la marca de una cadena al desgarrar la carne, el daño causado por patadas y puñetazos. Hete allí el aspecto que presentaba un ser humano cuando se perdía en un mundo que no le mimaba, que no le quería, que le impedía volver a casa. Tu madre tenía razón. Los detalles me destrozaron.
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Flores Cortadas
Mystery / ThrillerUna preciosa joven iba caminando por la calle cuando de repente...Julia Carroll sabe que muchas historias comienzan así. Bella e inteligente, a sus diecinueve años, recién llegada a la universidad, debería vivir des preocupadamente. Pero tiene miedo...