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El restaurante del centro de Atlanta estaba vacío, salvo por un hombre de negocios sentado a solas en el reservado del rincón y un barman que parecía creer que dominaba el arte de la conversación seductora. La hora punta de antes de la cena estaba empezando su lenta ascensión. En la cocina entrechocaban platos y cubiertos. El cocinero vociferaba. Un camarero soltó una risa ahogada. El televisor de encima de la barra vertía una lenta y constante andanada de malas noticias. Claire Scott intentaba ignorar el

martilleo incesante del ruido mientras permanecía sentada a la barra, tomando despacio su segunda agua con gas. Paul llevaba diez minutos de retraso. Él nunca llegaba tarde. Normalmente llegaba con diez minutos de antelación. Era una de esas cosas por las que Claire siempre le tomaba el pelo, pero que en realidad le hacían mucha falta. —¿Otra? —Claro. Claire sonrió educadamente al barman. No había dejado de intentar trabar conversación con ella desde que se había sentado a la barra. Era joven y guapo, lo que debería haber sido halagador y sin embargo solo la hacía

sentirse muy vieja, no porque lo fuera, sino porque había notado que, cuanto más se aproximaba a los cuarenta, más le irritaba la gente que estaba en la veintena. Le hacían pensar constantemente en frases que empezaban por «cuando yo tenía tu edad...». —La tercera. —La voz del barman adoptó un tono provocativo mientras volvió a llenarle el vaso de agua con gas —. Le estás dando fuerte. —¿Sí? Él le guiñó un ojo. —Avísame si necesitas que te lleve a casa. Claire se rio porque era más fácil que decirle que se apartara el pelo de

los ojos y volviera a clase. Consultó de nuevo la hora en su teléfono móvil. Paul llegaba ya doce minutos tarde. Empezó a ponerse catastrofista: atracado a mano armada, arrollado por un autobús, aplastado por un trozo desprendido del fuselaje de un avión, secuestrado por un loco... Se abrió la puerta, pero no era Paul, era un grupo de gente. Vestían todos de oficina, pero con aire informal. Seguramente eran empleados de alguno de los edificios de oficinas de los alrededores que querían tomar una copa temprana antes de marcharse a sus casas en las afueras o meterse en el sótano de las de sus padres.

—¿Estás siguiendo ese asunto? —El barman señaló con la cabeza hacia el televisor. —No, la verdad —contestó Claire, aunque había seguido la noticia, naturalmente. No se podía encender la tele sin oír hablar de la adolescente desaparecida. Dieciséis años. Blanca. Clase media. Muy bonita. La gente no parecía indignarse tanto cuando desaparecía una fea. —Qué tragedia —comentó el barman—. Es tan guapa... Claire volvió a mirar su teléfono. Paul llegaba trece minutos tarde. Hoy precisamente. Era arquitecto, no neurocirujano. No había ninguna

emergencia tan urgente como para que no pudiera dedicar dos segundos a mandarle un mensaje o hacerle una llamada. Empezó a dar vueltas a su anillo de boda alrededor del dedo, una costumbre nerviosa en la que no había reparado hasta que Paul se la hizo notar. Habían estado discutiendo por algo que a ella en aquel momento le parecía de vital importancia. Ahora, en cambio, no se acordaba de qué era, ni de cuándo había tenido lugar la discusión. ¿La semana anterior? ¿El mes pasado? Conocía a Paul desde hacía dieciocho años y llevaba casi otros tantos casada con él. No quedaban muchos temas sobre los

que pudieran discutir con cierta convicción. —¿Seguro que no te apetece algo un poco más fuerte? —El barman sostenía una botella de Stoli, pero estaba claro lo que estaba insinuando. Claire soltó otra risa forzada. Conocía desde siempre a aquel tipo de hombre. Alto, moreno y guapo, con ojos chispeantes y una boca que se movía como la miel. A los doce años, habría garabateado su nombre por todo su cuaderno de matemáticas. A los dieciséis, habría dejado que le metiera mano por debajo de la sudadera. A los veinte, habría dejado que le metiera mano donde quisiera. Y ahora, a los

treinta y ocho, solo quería que se esfumara. —No, gracias —dijo—. El agente que supervisa mi libertad condicional me ha aconsejado que no beba a no ser que vaya a estar en casa toda la noche. Él le dedicó una sonrisa, dando a entender que no había captado la broma. —Una chica mala. Eso me gusta. —Deberías haber visto la pulsera que llevaba en el tobillo. —Le guiñó un ojo—. Ya se sabe: el negro está de moda, es el nuevo naranja[1]. Se abrió la puerta. Paul. Claire sintió una oleada de alivio al verlo acercarse. —Llegas tarde —dijo.

Flores CortadasWhere stories live. Discover now