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Londres, Inglaterra, Reino Unido.

Los inviernos de Inglaterra pueden ser un poco ariscos con la gente que no es de allí. Los céfiros soplaban gélidamente en los extensos campos pertenecientes a una enorme casona en Londres, meciendo rítmicamente los árboles repletos con diminutos copos de nieve que de manera lenta se iban acumulando hasta ceder a la gravedad y terminar en el suelo, juntándose con una pequeña montaña blanca que era manipulada por las manitos de un infante de cinco años.

Jugueteaba felizmente el niño, armando muñecos que complementaba con palitos, mientras era observado por un mayor, el cual se hallaba sentado a meros metros de distancia, disfrutando la visión de su hijo divirtiéndose. El aire hacía flamear su bufanda roja que estaba envolviendo su cuello, así como también despeinaba su cabello azabache, dejando entrever una pálida marca en su frente, símil a un rayo. Los ojos verdes seguían diligentemente los movimientos que el pequeño generaba cuando le enseñaba su obra de arte, sacándole una amable sonrisa cansina.

El adulto no generaba sonido alguno, incluso cuando percibió que siete personas se acercaban a las barreras de su hogar, alertando las salas rúnicas. Su ceño se frunció levemente, así como también sus labios se estrecharon a modo de disgusto con la sensación extranjera. Miró con desgano la entrada que conectaba el exterior con el extenso jardín, divisando a los invitados inesperados que lentamente iban posicionándose frente a lo que ellos veían como un diminuto espacio entre dos casas normales.

El ojiverde emitió un suspiro cansino al ver que ni siquiera se habían dignado a cambiar sus vestimentas, luciendo más específicamente sus trajes de batalla en medio de una multitud de transeúntes que no perdían la oportunidad para tomarles fotografías o algún que otro reportero que intentaba iniciar una entrevista.

Una sonrisa socarrona y perversa cruzó sus labios, estirándose cómodamente en la banqueta y dejando que pasen frío unos minutos más, después de todo, él pensaba que eso les enseñaría a no andar con poca ropa la próxima vez en invierno. Su hijo se había puesto de pie, acercándose a él y sujetándose a sus piernas para no caer de bruces sobre la nieve, observando con sus brillantes orbes esmeraldas a los siete individuos con vestimentas llamativas.

-Papi, quiénes son esas señoras? – preguntó el pequeño, acomodándose su gorro azul oscuro en su cabeza para no llenarse de nieve.

-Solo unas viejas conocidas que nunca esperé volver a verlas...- respondió el adulto, tomando las manos enguantadas de su hijo y quitándole el líquido semisólido que se estaba transformando en escarcha.

-Esa señora tiene alas como un ángel! Y esa otra tiene la piel verde! Y por qué esa viene sentada? No tienen frío con poca ropa? Mira, hay una que parece un gatito! – exclamó el infante, dando saltitos y tirando de la manga de su padre, señalando efusivamente.

-Teddy, ve adentro de la casa con tu tía. Yo atenderé a los visitantes. Anda o te quedarás sin postre- indicó el pelinegro, quien no hizo caso al puchero que el niño quiso hacer.

Esperó pacientemente hasta que Teddy hubiese entrado a la casa, permitiendo que la nieve continúe depositándose sobre su cabello azabache, tiñéndolo de una tonalidad canosa. Cuando dejó de sentir la presencia de su hijo en las afueras de la casa, empezó a ponerse de pie muy lentamente, gozando de la visión que tenía delante suyo, donde los visitantes inesperados estaban comenzando a sentir el frío castigador del invierno londinense.

Con cada paso que realizaba al límite de su propiedad, las salas de protección se iban deshaciendo, liberando la ilusión que había puesto entre las dos casas aledañas a la suya. Un dejo de aburrimiento se posó en su rostro cuando los extraños abrieron sus ojos y boca ante el pequeño espectáculo que vio él mismo cuando tenía quince años, deteniéndose frente a los siete y examinándolos con detenimiento.

Harry Potter: Gods and WizardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora