I. Ajedrez

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El movimiento diagonal del alfil me seduce.

Me induce a posar las yemas en torno a su cabeza, deslizarlo casilla por casilla hasta comparecer ante el rey. El Jaque Mate definitivo. Sin embargo, las victorias rápidas me saben a vino amargo, y solo un rey puede y debe destronar a otro. Ceñido a ese precepto, rechazo el movimiento diagonal del alfil, para en su lugar extender la partida con el trayecto del caballo.

Tres turnos me separan de la victoria, cuadros en el tablero que llevo contados en mi cabeza, pero alargar los minutos de incertidumbre al enemigo me hace recordar el sabor del tabaco, que al inhalar y exhalar del puro me proporciona un éxtasis indecible.

Dos turnos, y la gloria se acerca. Puedo olerla en el efluvio a sudor que emana mi adversario, puedo verla a través de sus ojos rígidos en el tablero, puedo sentirla en mis dedos cosquillosos, ansiosos por movilizar la pieza, y puedo saborearla en mi boca con un Jaque Mate en la punta de la lengua.

Mi oponente vacila, como si se debatiera entre hacer la jugada o anunciar su derrota. No, no te rindas, pequeña larva, si lo haces no podré disfrutar mi coñac a gusto cuando este partido absurdo termine. Eso es, anda, arrástrate a los pies de mi rey.

Entonces, en una brecha de tiempo para mí suspendido en el aire, escucho brotar de mis labios esa palabra tan mágica como el placer que invade al hombre cuando derrama su esencia en el vientre de una mujer.

—Jaque Mate.

El público estalla en ovaciones, la prensa enfoca mi rostro y en una semana mi nombre perdura en los titulares como el campeón invicto de ajedrez a nivel internacional. La recompensa por el mérito es en realidad un cero a la izquierda ante las cifras que en mi cuenta bancaria figuran a la derecha, mas ninguna supera el valor de mi orgullo enaltecido. Es al preciso aquel miramiento lo que me indujo a participar en el torneo.

El apellido Kaiba no debe yacer por debajo del de nadie.

Supongo que mi asistente de Relaciones Públicas toma esto último demasiado a pecho en ámbitos no tan apabullantes.

—Señor Kaiba, le garantizo que esta donación al orfanato será para sus finanzas como adquirir un terreno al costo. Por no ahondar en detalles de cómo la audiencia general proclamará su figura un ejemplo a seguir— puntualiza, mientras nos conducimos al referido lugar en mi limusina.

—Supongo que no está mal arrojar un poco de piltrafa a los buitres hambrientos de carroña, ¿no? —Me sumo a su opinión en sentido figurado, a su vez dando la última calada a mi puro—. Después de todo, es eso lo que quieren: algo de qué hablar y con qué saciar su hambre de habladurías. ¡Y luego dicen que los ricos no somos generosos con el necesitado!

Mi subordinado celebra el chiste con risas que a leguas distingo forzadas. Llegando al destino prefijado y vertidas las cenizas de mi puro en el cenicero puesto en el reposabrazos del asiento, emito mi sentencia al respecto con un pie fuera de la limusina.

—Es bueno saber que no te pago por celebrar mis chistes, Fukushima, porque entonces tu trabajo sería darle de comer a los gusanos del vertedero.

Desternillándome por imaginar su rostro, accedo al tour en agenda con el director del orfanato. Agradezco la escenita de Fukushima, pues no hubiera sido capaz de fingir la sonrisa que dirigí a las cámaras cuando entregaba los juguetes a estos mocosos desamparados.

Dos primicias en apenas una semana. Espero que con esto los medios hagan su agosto, tampoco soy un programa de beneficencia para estarle facilitando dinero a cada rato. Hastiado con tan solo pensarlo, ordeno al director que me despida de los niños. Luego de acatar mi mandato, se dispone a encaminarme hacia la salida. Brioso camino en el pasillo lateral a la puerta principal, allí me aproximaba cuando un huérfano de pelo castaño y vidriosos ojos azules se interpuso en nuestro recorrido.

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