II. Infancia

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¿Qué de dónde proviene mi afición por el ajedrez?

Cuando escucho esa palabra— "ajedrez"—, me remonto al movimiento sinuoso de los labios de mi madre al deletrearla. Sí, quizás es a ella a quien debo atribuir ese logro. Aun con el peso aplastante de los años, puedo contextualizar el jardín a nuestro alrededor, el canto de los pájaros que sin faltar una tarde nos brindaban un concierto en la corteza del árbol al cual nos fondeábamos hasta el ocaso, y las tazas de té vacías sobre la mesa redonda.

Mi madre, por supuesto, jamás lo enunció a viva voz ni en su lecho de muerte, pero el deseo implícito en sus jugadas era compensar el lugar de un padre ausente, a quien veía siquiera en las noches justo antes de dormir. Nunca osó condenarlo por sus descuidos, nunca le oí polemizar sus acciones y nunca le sorprendí menospreciando sus virtudes. Lo cierto era que nunca le fue necesario, ya que le conocía mucho mejor que a las líneas dispares en su palma, donde precisamente le tenía. Preso entre sus manos.

Quien no le conocía, era yo. Pero mi madre hizo de las partidas un medio tan efectivo de entretenimiento que llegué a olvidar su existencia. Llegué a olvidar su rol en mi vida.

— ¡He vuelto a perder!

—Que pena, Gozu. Ahora tendrás que sorber un poco del zumo de vegetales.

Odiaba ese maldito zumo, pero era el precio de la derrota impuesto por ella.

— ¡Agrh!

— ¿Qué tal sabe, mi querido Gozu?

— ¡Es como si estuviera comiendo mi propio vómito! ¡Deja un sabor horrible al fondo de la garganta! ¡Lo odio!

— ¿Y sabes qué es aquel "sabor horrible al fondo de la garganta"?

—No.

—Es el sabor de la derrota, mi niño. ¿Te gustaría volver a probarlo siempre que pierdas?

— ¡No!

— ¿Qué debes hacer entonces?

—Ganar.

— ¿Una sola vez? ¿Dos veces, quizás?

—Siempre.

— Jamás olvides eso, mi niño. Ganando siempre, las personas a tu alrededor estarán en tus manos y se moverán hacia donde tú quieras, así como las piezas en tu lado del tablero.

De ese modo, el ser que me parió a este mundo no solo fortalecía mis músculos, sino que poco a poco iba tallando al hombre hecho y derecho hoy reconocido por sus méritos en la artillería.

Los niños— siendo yo uno en ese antaño— son como una esponja que absorbe todo aquello que puede verse, oírse y palparse en su entorno. Son como una esponja que absorbe todo aquello que puede oírse, verse y palparse en sus padres. Mi madre me dio a beber todo cuanto podía ver, oír y palpar sobre ella, y yo lo absorbí como una esponja hasta fundirlo en mis tuétanos.

Será siempre la única mujer que he amado en mi vida. Lo decidí la madrugada fría en que sostuve su mano sudorosa por última vez, a mis dieciséis años. Esos dieciséis abriles había visto pasar ante mis ojos cuando enfrenté la verdad de mi supuesta familia.

La madre amorosa con que disfrutaba el pasar de los días en el jardín, era en realidad una mujerzuela que se había sacado la lotería engatusando a un hombre millonario con un embarazo indeseado. Mi padre no le amaba, por ello prefería ahogarse entre papeles de oficina para solo tener que soportar su presencia en las noches, justo antes de dormir. Experta en el arte de manipular, orilló a mi padre a ofrecerle una vida llena de lujos en cumplimiento a su deber por el vástago, a quien observaba en principio como una tarjeta de crédito, pero que al cabo de unos años terminó amando más que a su propia vida.

Buscando un refugio para sobrellevar su desgracia, mi padre le fue infiel con la jovencita que trapeaba los pisos en la Corporación, con la cual procreó un hijo cuyo paradero jamás en mi vida he invertido esfuerzos por contactar.

Mi madre, al enterarse de la infidelidad, lloró. Mas no lo hizo porque amara a mi padre, sino porque había constatado que sus habilidades para manipular iban camino al óxido. Contrajo tuberculosis, enfermedad que por venganza y a escondidas contagió a mi padre, y murió con una sonrisa en los labios por haber tergiversado el testamento para dejar todo a mi nombre. Nada para el otro hijo tan vástago como el suyo.

Por supuesto que lloré la muerte de mi madre, pero también la gocé. La gocé porque gracias a ella no solo supe que tenía razón al decir que, siempre ganando, las personas estarían a mi merced como fichas de ajedrez en mi lado del tablero, sino porque, además, me había enseñado que la felicidad de uno costaba las lágrimas de otro: éramos ella y yo contra la conserje y su hijo. ¿Por qué deberíamos nosotros sacrificar nuestra felicidad por ellos?

Exacto. La única forma de sobrevivir en este mundo podrido en mierda es siendo egoísta, déspota y tan cruel como la realidad.

¿Que fue un acto de pura crueldad haber precipitado a mi padre a la muerte? ¡Menuda estupidez! ¿No es el amor de madre algo infinito y eterno? ¿Es acaso mi madre más ruin que las demás por esto? ¿Por amar a su hijo con tal devoción que antepuso su felicidad ante la de cualquier otro sin estimar las consecuencias de sus actos?

Así mismo acontece con lo que muchos— en su ignorancia— clasifican de maldad o bondad. ¿Es un hombre malo por ser incansable en la consecución de sus objetivos aun si no responden al bien común? ¿Es un hombre bueno por perseguir la felicidad de los demás al costo de la suya?

¡Imbécil quien responda que sí!

El hombre posee libre albedrío para tomar sus propias decisiones, él es quien decide qué es el bien o qué es el mal. No vive obligado a que la consecución de sus objetivos responda siempre ni al bien común ni a la opinión común.

Y si para ser bueno debo perseguir la felicidad de otros al costo de la mía...

Entonces yo soy la maldad hecha carne y sangre.

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