Cuando el silbato sonó, deslicé mi tarjeta empresarial y conduje a casa con la vista empañada luego de una jornada larga de movilizar cargamento en el muelle.
Pero no hubo ninguna bienvenida en mi hogar, ninguna cena esperándome en la repisa. Mi hija, Chelsea —quien usualmente llega a casa alrededor de las cuatro—, no estaba por ningún lado. No dejó una nota y las llaves del auto todavía colgaban del gancho. Llamé a su celular, pero no obtuve respuesta.
Me sentí irritado, pero no demasiado preocupado —ella tenía dieciocho años, con sabiduría callejera y era capaz de cuidarse a sí misma—. Vi Jimmy Fallon y me fui a la cama.
Cuando aún no había vuelto a casa por la mañana, llamé a la policía.
Llamé a su jefa, a sus amigos, encuesté al vecindario. Nadie la había visto, excepto Tommy, el asmático con lentes de cinco años que vivía junto a su madre estríper en el apartamento de dos plantas a nuestro lado. Había visto a Chelsea frente a nuestra casa la noche que desapareció. Tenía un aspecto nervioso y se montó en un Corvette verde.
—¿Estás seguro de que eso fue lo que viste? —demandé.
El chico asintió.
—Un Corvette verde.
La policía supuso que era algún novio secreto de ella. Alguien a quien yo desaprobaría. Quizá iban a huir de la ciudad.
Pasó una semana antes de que la encontraran. Completamente desnuda, envuelta en plástico. Muñecas amoratadas, dientes ausentes. Arrojada en el desfiladero por la vía férrea. Muerta.
Busqué todo Corvette verde en la ciudad. Sorprendentemente, solo había unos cuantos.
Una mujer anciana en Clarence que heredó el Corvette de su esposo que murió hace años. Un joven impulsivo que destrozó su Corvette en una carrera de calle hace dos meses.
Y luego estaba Gerard. Recuerdo cuando se mudó al vecindario, cómo llamó a nuestra puerta y se presentó, cumpliendo sus órdenes judiciales.
La policía nos dijo que lo investigarían. Gerard había sido cuidadoso desde su último arresto, y estuvo con su oficial de libertad condicional la noche que Chelsea fue secuestrada.
Mamadas.
Canalicé mi frustración en los sacos de boxeo del gimnasio. Me quejaba con los otros estibadores acerca de él. Amigos de lugares bajos me ofrecieron que se encargarían de Gerard por mí. Dije que no.
Entonces, una noche, me encontraba parqueado afuera de su casa. Lo observaba a través de su ventana —comiendo pizza en su ropa interior; el televisor pantalleaba películas obscenas—.
Y de un momento a otro estaba girando la perilla de su puerta trasera subrepticiamente con guantes de látex...
...
Cuando llegué a casa, Tommy, el vecino, estrellaba sus camiones Tonka en mi acera.
—¿Qué tienes en los zapatos? —me preguntó cuando pasé a su lado.
Tragué grueso, pero mantuve la calma mientras limpiaba la evidencia en la grama.
—No te preocupes.
—No se te quitó —me llamó luego de que había subido los escalones de mi entrada frontal—. ¡Tus zapatos siguen verdes!
Eso me detuvo.
—¿Verdes?
Me paré bajo la luz del alumbrado público y a centímetros del rostro de Tommy.
—Sí, tienes manchas verdes por todos lados —repitió.
Pero mis zapatos, en realidad, estaban salpicados por una tonalidad vibrante y enfermiza de rojo borgoña.
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Crepypastas (se sube uno diario)
TerrorHola, buen día, tarde o noche, ve por un pedazo de pizza un vaso de soda o una cerveza y prepárate para tu dosis de creepypasta diario, espero lo disfruten. Comenzamos.