libro primero 2

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Mi entrada en el mundo de la lujuria se produjo a una edad temprana. Dotada de una precocidad que, según he oído decir, es casi única, experimenté el despertar de los deseos carnales a la tierna edad de siete años, y a la de nueve ya había aprendido a conseguir con los dedos el alivio del tipo que había de lograr más adelante y en mayores proporciones por medio de la actuación de los hombres y de otras mujeres.

No es pues asombroso que, poco después de llevado a cabo mis experimentos solitarios, intentara -ya que siempre fui muchacha generosa- compartí con otras los placeres que había descubierto yo sola, y puesto que el sexo masculino estaba totalmente fuera de mi alcance en Panthémont, me dediqué a ilustrar a varias de mis condiscípulas en los ritos de Lesbos. Ellas, que no se sentían menos privadas que yo, respondieron con gran gusto a mis avances, pero por desgracia ninguna de nosotras había disfrutado de mucha experiencia en esos asuntos y, por consiguiente, nuestros esfuerzo no solían verse recompensados físicamente con mucha frecuencia.

Cuando tenía doce años conocí a una muchacha de nombre Eufrosina; era una belleza, alta, de color aceitunado, que me llevaba tres años. Su cuerpo era de los que inspiran a cualquier artista, y yo, que no apreciaba menos las obras de la naturaleza que los que intentan reproducirlas, me enamoré inmediatamente de ella. Ella, por su parte, también estaba enamorada de mí, y se estableció entre nosotras una ''amistad'' muy estrecha. No necesito explicar que la atracción intelectual no existe entre las mujeres reclusas; el único motivo para la amistad es el deseo mutuo, y las que no lo experimentan, o no se abandonan a él, se quedan sin amigas.

Por desgracia, a pesar de su edad más avanzada Eufrosina no era más experta que mis amiguitas en cuanto las cosas de amor, y lo mismo pasaba conmigo. Por lo tanto, aun cuando llevábamos a cabo nuestros experimentos con gran pasión y vigor, nunca logramos superar la etapa elemental. Éste era un defecto que por suerte pronto fue enmendado, nada menos que por l apropia abadesa.

La abadesa, la madre Delbéne, era una mujer cuya belleza cortaba la respiración; tendría tal vez veintinueve o treinta años de edad, pero ostentaba la figura flexible y firme de una muchacha de diez años menos. Se había visto obligada a profesar por unos padres avaros, quienes sabían que al empeñarla de aquel modo no tendrían que preocuparse por cuidar de ella. Pero aun cuando cumplía sus deberes religiosos con un aire de santidad aparente que habría enorgullecido a un ángel, odiaba su situación en el convento, y a los padres que le habían encerrado en él.

Por supuesto, yo no sabía nada de esto la tarde en que una monja de más edad nos sorprendió a Eufrosina y a mí besándonos en la caja de la escalera, y nos convocó al escritorio de la madre Delbéne con visitas a una medida disciplinaria. O estaba aterrada, y me quedé sentada a la puerta del cuarto de aquella abadesa de aspecto ejemplar, mientras Eufrosina; a cada minuto que pasaba aumentaba mi espanto, y mi colaboradora en el amor lesbiano seguía sin salir. Finalmente, l cabo de dos horas quizá, la madre Delbéne me llamo diciendo que ya podía entrar. Caminando con cautela me dirigí a la puerta cerrada, tras la cual estaba convencida de que un destino peor que el infierno me esperaba.

Abrí la puerta, y con gran sorpresa me encontré a la hermosa abadesa tendida sobre un sofá, casi desnuda. Su hábito negro, con su imponente cofia y su cabello blanco, cabalgaba de un gancho de la pared, y ella solo tenia puesta una enagua casi trasparente que permitía contemplar con ventaja los globos llenos y redondos de sus pechos, y una cinturita de avispa que se ensanchaba en la magnificencia abombada y admirable de sus caderas. A su lado yacía la bella Eufrosina, vestida únicamente con una enagua tan fina como la gasa, y sus senos, pequeños y erguidos, parecían avanzar orgullosamente después de haberse liberado dl sostén que los había prisioneros. Entonces todo el pánico me abandonó, sentí que se me cortaba la respiración y que las rodillas se me doblaban de deseo.

Julieta o El vicio ampliamente recompensadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora