Mi Blanca Perdición

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*Los personajes de este relato no son de mi autoría. Créditos a ChiNoMiko.

 

Perdía la noción del tiempo cada vez que mis ojos miraban su belleza, cuando ella rodeaba con sus brazos mi cuello y revolvía mi cabello. Avivado como las llamas, el contacto de nuestros labios, el baile de nuestras lenguas, las caricias de nuestras manos, los dulces choques de nuestras narices.

¿Cuándo me había vuelto tan meloso?

 

Suspiré. La quería mucho, demasiado, exageradamente. Tal como decía en una canción <<sonríes como un idiota>>, así me encontraba yo, tal cual un idiota. 

Los largos cabellos de Rosalya me volvían loco, sus ojos amarillos eran tan puros, con una mirada tan mimosa al igual que su perfecta sonrisa.

Soy un adulador. Totalmente, un adulador que le quiere demaciado.

 

Le pagué al florista y seguí caminando. Hoy cumpliríamos dos años de novios y aunque ella no parecía recordarlo haría que lo haga de la mejor manera. Flores, un regalo y una película, estando bien calentitos sentados en el sillón de casa abrigados con una manta. ¿Y quién sabe? Quizás luego de eso me quiera devolver el favor de la manera más cariñosa que se le ocurra en el momento.

Y no, no es que lo haga por algo a cambio. Pero sé que ella querrá darme algo, porque me tiene tanto cariño como cualquier novia le tendría a su novio, ¿verdad?

 

Olí las flores de color blanco, tal cual como yo quería. La nieve en las calles decoraba el paisaje y mi camino a casa dónde buscaría el regalo de Rosa para ir a buscarla a su hogar. Tomé las llaves y abrí la puerta lentamente, mi casa parecía estar vacía, pero luego me adentré a la cocina dónde dos personas se encontraban muy juntas. Eran Lysandro y quién parecía ser su novia, no pude verla bien, me concentré en mi querido hermanito, quién le sonreía tal cual idiota a la chica.

 

— Esto está mal, pero te deseo…—comentó la chica de una voz muy peculiar… Demasiado.

— ¿Rosa? —pregunté, para entonces ambos darse vuelta alarmados. Ella se tapó el rostro asustada y Lysandro trató de alejarse de Rosalya más rápido posible— ¿Qué? ¿No es lo que parece? — respondí, casi en burla, molesto y también desilusionado. 

 

No importaba lo que sus palabras articularan, yo ya no quería escucharles. Solté las flores albinas y me fui, sin querer saber sus escusas.

A cada lado al que iba, el color de mi destrucción se encontraba en todas partes. Si me encontraba en mi hogar, recordaba todo aquél momento en que Rosa y yo éramos felices. Decidí salir a la calle, corrí al medio de esta y me resbalé en el hielo, quedando boca arriba mirando el firmamento.

La nieve caía del cielo, los copos blancos y fríos, como Rosalya y Lysandro. ¿Qué hice para merecer esto?

 

Cada recuerdo, cada pensamiento, cada palabra que había acerca el aprecio que tenía sobre Rosa era nulo ahora. Lo que sea que haya dicho antes, ya no era válido. ¿Por qué a mí?

Sin ella, yo ya no era nada, no tenía a nadie, porque también había perdido a mi única familia, al único que quedaba ahora se había vuelto un desconocido para mí, Lysandro ya no era nadie.

Decidí levantarme del suelo y pararme de una vez. Una luz llegó de improviso y cada vez se acercaba más a mi persona, el ruido que alguna vez fue una bocina ya no sonaba, estaba con los oídos tapados.

¿Querría seguir viviendo si ya no tenía a nadie?

 

Encaré a la luz, cerré los ojos, abrí los brazos para recibirlo con una “muestra de afecto” y miré al cielo. La nieve seguía cayendo con delicadeza, haciéndome querer llorar. El color de mi perdición era el blanco, el color más puro que se podría haber conocido.

 

Blancas, eran las rosas. Blancos, eran los cabellos de mi hermano y mi novia. Blanca, era la nieve alrededor mío. Y blanca, era la luz de mi muerte.

 

<<¡Leigh, no…!>> gritó alguien y luego se oyeron más voces, pero no escuché nada... Sentí un golpe y todo se volvió negro… No, no negro, se volvió… ¿Blanco?

 

— Está despertando—anunció una voz—, ¡el paciente está despertando! —repitió, ahora con emoción. Abrí mis ojos lentamente y observé a mí alrededor. Estaba en un hospital y ellos estaban ahí.

 

— ¿Te acuerdas de mí, Leigh? —preguntó ella, deseosa de que tuviera amnesia y no recordara lo que me hiso.

— Hola perdición…— saludé.

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