Aparqué el coche a unas dos manzanas de la casa de Leo. Parecía mentira que hubiera pasado un mes desde que se fue. Dejé mi identificación en el coche, si iba a allanar una casa, lo último que quería era que me pillasen dentro, y aún peor, que pudieran identificarme. Le eché un vistazo. Rachel Simmons, veinticuatro años. La fotografía era horrible. Siempre me acuerdo de aquella rebelde universitaria cuando la observo. Tantos sueños, tantos anhelos que jamás serán cumplidos. Pero finalmente di mi brazo a torcer frente a los deseos de mi padre. Ser una chica de provecho, licenciarte en economía, encontrar un buen puesto de trabajo y tener una familia. Aquella muchacha inconformista y protestona había desaparecido. Por suerte aún no había cumplido su último deseo. Una familia. La idea más cercana de familia que he percibido en mi vida, es a mi madre tomando una copa de coñac tras otra delante del fuego, mientras mi padre, recostado en su sillón, leía el periódico antes de ir a trabajar. Nadie decía una palabra, ni un abrazo, ni un beso, ni una suave caricia. No quiero eso para mí. Me negaba completamente a ser una infeliz toda mi vida. Tal vez por eso jamás me había aventurado a tener una relación estable.
Solté un fuerte suspiro, como para terminar de armarme de valor, salí del coche y me encaminé hacia la casa de Leo.
La noche comenzaba a cernirse sobre la urbanización. Solo me crucé con un par de personas en mi camino, pero anduve con paso firme y sin titubear, no quería parecer sospechosa. El vecindario era tranquilo. Todas las casas eran de dos pisos, con un jardín en la parte delantera, que estaba cercado por vallas de madera, una cochera con un gran portón de entrada y un patio trasero. Eran todas muy parecidas las unas a las otras; el buzón era de distinto color, unas tenían enredaderas en la puerta, otras tenían unos gnomos en el jardín, pero en definitiva todas guardaban el mismo diseño. Las calles parecían recién asfaltadas, casi podía percibir el olor a asfalto fresco. En el acerado, unos naranjos crecían uniformemente cada pocos metros. Me imaginé que servían para dar cobijo a los transeúntes en las largas tardes de calor en verano.
Por fin divisé a lo lejos la casa. Era muy parecida al resto, pero había un gran castaño en la puerta, por eso, no me costó mucho reconocerla. Hace unos meses tuve que acompañar a Leo a casa. Su coche se averió y como no tenía vehículo para volver, me ofrecí a llevarlo. Esa noche, me invitó a cenar como agradecimiento, dorada al horno acompañada con unas patatas y setas como guarnición; aún puedo percibir el olor que desprendía, Leo era un gran cocinero.
Me acerqué a la puerta de entrada y toqué al timbre. Sabía que nadie iba a abrir la puerta. Llevaba llamando a su teléfono de casa días, sin obtener ninguna contestación, pero no quería arriesgarme a que hubiera alguien y me pillara en el interior. Después de dos intentos y ninguna respuesta, decidí que era el momento de entrar. La puerta principal estaba cerrada así que intenté probar suerte en la parte de atrás. Accedí al patio por un pasillo que se encontraba junto a la cochera. Estaba custodiado por unos arriates, en donde unos demacrados rosales, al contrario que el césped, en donde el riego era automatizado, indicaban que hacía tiempo que no recibían cuidados. Llegué a la entrada trasera, me asomé a través de la cristalera y comprobé nuevamente que no había nadie dentro; agarré el pomo de la puerta y lo giré. Un clic hizo que mi corazón se acelerase, empujé la puerta y esta se abrió sin el menor problema. Estaba dentro.
Todo estaba tal y como lo recordaba. Con lo primero que me topé al entrar, fue la cocina. Me llamó mucho la atención la primera vez que entré, y me la seguía llamando. Los muebles y electrodomésticos parecían de los años 80, pero estaban en perfecto estado. Se encontraba una mesita en el centro y un televisor de tubo en una esquina de la estancia. Hoy día encontrarse un televisor de tubo en una casa era algo muy extraño. Cuando le pregunté por él, Leo me dijo que fue un regalo de su padre, que le había acompañado desde que era pequeño y como aún funcionaba le daba pena tirarlo. En la repisa de la cocina, junto al microondas, había un paquete de galletas casi entero, al que le faltaban unas pocas. Abrí el frigorífico y un olor a fruta podrida se incrustó en mi nariz impulsándome a cerrarlo de inmediato. Nadie había visitado la casa hacía mucho tiempo.
Revisé el resto de la casa, pero no obtuve respuesta alguna. La ropa estaba en su armario, el portátil estaba guardado en su funda e incluso había dinero en su mesita de noche. Bajé al salón completamente desanimada y me dejé caer sobre el sofá. Junto a este y sobre una mesita, había un portarretratos con una foto de Leo y su padre cogidos del hombro, en lo que parecía una comida familiar. La saqué del marco y comencé a observarla. Leo tenía un gorro de cocinero que le quedaba ridículamente grande; su padre llevaba puesto un delantal a rayas mientras sostenía unas pinzas de cocina. En el reverso había una inscripción hecha a mano: “Felicidades en tu vigésimo cumpleaños 30 de Marzo de 2012. Papá.”
_ ¿Dónde te has metido? -Me dije mirando la fotografía- No puedes desaparecer así como así.
Doble la fotografía y la guardé en el bolsillo del pantalón.
Unas luces azulgranas aproximándose me alertaron de inmediato. Era la policía, alguien me había visto entrar. Tengo que salir de aquí.
Me puse en pie al instante y me dirigí hacia la puerta de atrás pero la luz de una linterna me hizo detenerme en seco. Me van a pillar. Poco a poco fui dando pasos hacia atrás y me dirigí hacia las escaleras que dirigían a la planta superior. Me introduje el cuarto de baño y cerré la puerta. El corazón me iba a estallar.
_ ¿Hay alguien ahí? -dijo uno de los policías- ¿Señor Adams? ¿Está en casa? Hemos recibido la llamada de un vecino, nos han dicho que han visto a alguien entrar en su casa. Vamos a entrar, no se asuste señor Adams.
Las voces de dos agentes se oían en la planta de abajo. Llamaban a Leo, pero no encontraban respuesta alguna. Se les oía entrar en las distintas habitaciones de abajo, cuando no había nadie simplemente decían limpio y entraban en la siguiente habitación. Uno de ellos subió las escaleras. Estaba al lado de la puerta del baño. El pomo giró, y la puerta comenzó a abrirse. La luz se encendió…
_ Limpio.
El frio mármol blanco de la bañera parecía arder al contacto con mi piel. Yo agazapada y en posición fetal, con las manos sobre la boca para evitar que soltara un grito de temor. La profunda respiración del policía parecía que no abandonaría jamás la habitación. Pero lo hizo y con el cierre de la puerta volví a sentir el frio mármol sobre mi piel recorriéndome todo el cuerpo. Estaba temblando.
_ La casa está limpia, vámonos. Si ha habido alguien, ya no está aquí. Además, no falta nada, todo está en su sitio; la gente cada vez es más paranoica. Se creen que tienen derecho a molestarnos cada vez que ven un gato en el patio del vecino.
Escuché el cerrar de la puerta cuando los agentes de policía la abandonaron. No sé como lo había hecho, pero había escapado por los pelos. Aún estaba temblando. Tengo que largarme ya de aquí. Pasados unos minutos, bajé las escaleras y salí al patio de atrás. Con mucho cuidado, miré a izquierda y derecha. Nada. Lentamente tomé dirección hacía la calle, y sin llamar la atención comencé a caminar normalmente. Estaba aterrada.
Mi coche, estoy a salvo. Quiero volver a casa.
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Me recosté sobre el asiento de mi coche cuando la vi salir de la casa; Rachel no pudo verme. Había logrado escapar. Esos gordos e incompetentes agentes de policía no habían dado con ella. Estaba empezando a ser una molestia. Si no podía deshacerme de ella por métodos legales, tendría que buscar otras “alternativas” y en mi cabeza, cada vez más, estas parecían tomar un color muy intenso. Rojo intenso.
Introduje la mano en el bolsillo de mi camisa y cogí mi mechero de plata. Agarré un cigarrillo y le prendí fuego. Una bocanada de humo salió desprendida de mi boca mientras mascullaba unas palabras.
_Ningún problema.
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Re-evolución
Historical FictionTrece agentes, un solo objetivo, NXE-01. Cuando las corporaciones tienen más poder que el propio gobierno, solo los más adaptados pueden sobrevivir. Es el momento de dar un paso adelante. ¿Estás preparado?