El viento me golpeaba la cara, cortante y helador. Mi cabeza se giraba continuamente hacia atrás, buscando la más mínima presencia de mi perseguidor. Mi respiración, entrecortada, por la carrera, se hacía visible al contacto con la invernal atmósfera en forma de vaho blanco y etéreo. Mis pasos eran enérgicos y raudos, mi cuerpo esquivaba a las personas que se interponían en el camino con la misma habilidad extraordinaria que una anguila. Mi presencia en la calle dejaba una estela de miradas confusas y huellas en la nieve ensuciada. La escasa luz que las farolas proyectaban para la iluminación del lugar creaba extrañas sombras en las partes destinadas para la segura circulación de los viandantes. Mis ateridas manos se cerraban entorno al largo abrigo que cubría mis ropajes y, de vez en cuando, se dirigían a la cabeza para colocar con ímpetu el gracioso sombrero que por el movimiento de mi caminar siempre se inclinaba hacia uno de los lados.
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Cuando me aseguré de que nadie había seguido mis pasos, bajé el ritmo de mis pies y con calma entré en una cafetería cercana. «Chez Marianne» se podía leer en la entrada del local con letras doradas y fondo de terciopelo rojo. Era un lugar cálido y acogedor, perfecto para la situación en la que me encontraba. Las paredes estaban decoradas con papel estampado floral y el suelo era de madera de un dulce color miel. Me senté en una mesa, no muy lejos de la puerta lo suficiente para no sentir la fría mordedura del aire del exterior cada vez que un cliente entraba o salía de allí. Diligente, una camarera llegó hasta donde me encontraba y yo, con una sonrisa amable, pedí un café con leche esperando que en aquella época existiese. Tras asentir a mi pedido, la muchacha volvió a irse. Entonces, en ese momento, aproveché para sacar el valioso paquete que escondía celosamente en el interior de mi oscuro abrigo.
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Un hermoso reloj de bolsillo plateado, típico de la época en la que estaba en aquel momento, brillaba ante mí entre mis manos sonrojadas, resquebrajadas y doloridas por el frío. Con suavidad y respeto, apreté el botón superior para abrir aquella maravillosa joya. En su interior, preciosos grabados florales decoraban el metal que rodeaba el círculo blanco que contenía todos los elementos propios de un reloj; los números y las manecillas del minutero, el segundero y la hora. Con el dedo gordo derecho acaricié con cariño aquellas filigranas, parecían claramente trabajadas a mano. Un sentimiento de alivio y gratitud se extendió por mi ser. Lo había conseguido, había recuperado el tesoro familiar y todo gracias a Nathaniel.
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Tan absorta estaba en el paquete que no me di cuenta de la presencia de la camarera, que me traía con una sonrisa el café con leche que había pedido. Mi reacción fue la esperada, me sobresalté del susto haciendo que el reloj cayera al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Mi mirada se quedó fija en la zona donde la pieza de colección yacía muerta, esparcidas sus entrañas por la madera. Lágrimas de tristeza se agolparon en mis ojos y mis dedos se apretaron en dos puños provocando que los nudillos se volviesen blancos de la presión. Evitaba chillar enajenada, pues no quería montar una escena y llamar la atención de mis enemigos. Levanté mi ahogada mirada fijándome en que la camarera no se había movido del lugar donde se encontraba. Lentamente, recogí todas las piezas del reloj entre mis manos y con una disculpa entrecortada me dirigí al baño de la cafetería. Tenía la esperezanza de que Nathaniel pudiese arreglar aquel desastre.
