Capítulo I. La hora señalada.

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Actualidad. Julio de 2018

Martín miraba con impaciencia la soledad de la nada mientras era consciente de que el reloj corría en su contra y la hora señalada estaba a punto de inmolar sus esperanzas. Acostumbrado a lidiar con todo tipo de contratiempos, había pergeñado una emboscada en la que no solo se proponía atrapar a sus perseguidores; sino que la osadía de su plan parecía no comprender de límites. Con la seguridad que lo caracterizaba pero con una pizca de arrogante osadía, se había transformado en la carnada misma de su trampa para asegurarse de que nadie saliera de allí con vida, ni siquiera él.

Era curioso, pintoresco, llamativo y hasta grotesco que incluso en un momento como ese, crucial para su vida, no se despegara de los caramelos que mascaba por impulso más que por necesidad, ni dejara de mover sus piernas en forma eléctrica más por habito adquirido que por impaciencia. Esos rasgos tan característicos que hacían de su persona un ser insoportable, cuyas actitudes fisiológicas alteraban hasta al más tranquilo de los especímenes humanos, eran también los que lo habían catapultado al cielo de los delincuentes, dotándolo de un inverosímil halo de fantasía cuyas manías no hacían otra cosa que ensalzar su tan mentada reputación.

Ese programador, líder indiscutido en planeamiento criminal era ahora presa de sus propios fantasmas; de aquella decisión que lo obligaron a tomar pero que él mismo se encargó de ratificar como propia cuando pudo haber optado por ignorarla, hacerla a un lado y continuar su vida fingiendo que nada había pasado, que todo era normal.

No fue así.

La irrupción de Camila fue un verdadero cimbronazo que nunca pudo asimilar. El grito de sus ojos, la deliciosa textura de sus labios, la suavidad de sus manos, la melodía que lo hacía hincarse cual devoto adora a la divinidad y el sutil aroma a vainillas que desprendía su pelo, no eran otra cosa que el nuevo motor de sus motivaciones; la razón de sus acciones y por sobre todas las cosas, se habían transformado en el blanco de sus tentaciones, manipulando su buen juicio y empujándolo, sin fuerza, a un combate desleal con sus principios y banderas.

Ya no se trataba de robar el objeto más preciado del mundo para depositarlo en la repisa de un adinerado criminal; ni de llenar sus bolsillos con la gratificación remunerada de otra fechoría; había llegado la hora de combatir sus propios fantasmas, aliándose con la mujer que los había desatado.

Por eso Martín estaba en la casa Inalco aquel 14 de julio, soportando estoico el frío estremecedor que azota sin pausa la Patagonia argentina. Solo teniendo en cuenta aquellas huellas indelebles que aquella mujer le tatuó en el alma, puede llegar a comprenderse la razón de que estuviera dispuesto a hipotecar su vida en una ruleta rusa que traía como novedad un tambor completamente cargado.

Era una locura. Un suicidio evitable si hubiera tenido tiempo de pensarlo dos veces ¿o no? Puede que lo haya pensado, que lo haya tramado hasta el hartazgo de repetirse hasta convencerse de que la salida, la única salida posible era al mismo tiempo la más dramática.

Ni siquiera en esos tiempos turbulentos donde la oscuridad lo nubla todo se atrevía a perder la elegancia que supo hacerlo famoso. De allí que luego de oír los hidroaviones aterrizar en la isla, su primera reacción fuera colocarse el saco de etiqueta, que reposaba sobre unos viejos ladrillos, con la única finalidad de engalanar la velada.

Pese a sus irracionales y denodados esfuerzos por despegarse de la media, sus ojos al frente y el vaivén de sus piernas moviéndose al compás de la adrenalina anticipaban el cónclave por venir.

Mientras todavía escuchaba el sórdido sonar de las hélices moverse y con el alivio de saber que todos tenían algo que perder en aquella cita impostergable, Martín cerró los ojos e intentó responder en su mente el problema que lo agobiaba:

CAUTIVOS II Al límite de las tentaciones. (EN PAUSA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora