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Desde la torre más alta, la Reina observaba con recelo los modestos jardines del castillo. El invierno parecía estar haciendo un último esfuerzo para no ceder terreno a la primavera, pero la helada brisa que se había hecho presente esa tarde no mostraba grandes resultados. Aquí y allá se formaban charcos de nieve derretida por los que comenzaban a observarse pequeños tramos de hierba, y los árboles sin hojas, que en épocas más cálidas rebosaban de vida y color, se habían deshecho ya de las estalactitas de hielo que colgaban de sus ramas más gruesas.

Quizá se trataba de una señal de que todo iría bien, de que todo sería mejor a partir de ese momento. Una especie de símbolo de que lo bueno siempre termina abriéndose paso entre tanto horror e incertidumbre. Pero la Reina sabía que no se trataba de eso. No podía admitirlo abiertamente, no quería hacerlo... pero en el fondo de su corazón sabía que apenas era el comienzo.

Junto al sendero de piedra que iba de la entrada principal a las puertas levadizas que protegían el castillo, una niña que no podía tener más de nueve años jugaba entre los manzanos. Llevaba un vestido de manga larga azul claro que de alguna manera hacía que el color de su piel se fundiera con el de la nieve que la rodeaba. Su abundante cabellera, oscura como el azabache, la llevaba perezosamente trenzada sobre un hombro. La mayoría del personal se había refugiado en el calor del castillo y la Reina se cubría lo mejor que podía con su larga capa mientras miraba por la ventana sin cristal, pero la pequeña Blancanieves no parecía ser víctima del frente frío, y correteaba a las ardillas entre carcajadas con una agilidad asombrosa. Un par de guardias la vigilaban desde la distancia.

La niña era hermosa, nadie lo ponía en duda, pero los labios deslucían un poco la imagen: rojos como la sangre. El color era tan intenso y llamativo que no parecía natural.

La Reina recordaba la primera vez que la vio, unas semanas antes de su boda, hacía ya casi tres años. Estaba usando un vestido veraniego blanco, acentuando el negro de sus ojos y cabello y el rojo de sus labios, que eran todos los indicios de color que poseía. La Reina se inquietó tanto en ese momento que de no haber sido la hija de su prometido habría ordenado que la sacaran de la sala.

Desde entonces, la niña había sabido ganarse su corazón, y había llegado a quererla. No como una madre ama a su hija, la Reina era consciente de que una figura maternal era algo nuevo para Blancanieves, y serlo era también nuevo para ella, pero ambas habían ido construyendo una relación basada en la confianza y el respeto.

Pero la balanza de la vida no podía quedarse inclinada hacia un lado para siempre; tenía que moverse, buscar un equilibrio, y lo hizo de la manera más cruel posible.

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─Espero que le gusten los arreglos, Majestad. Los jardineros se esforzaron mucho. Estarán listos a primera hora mañana.

─Gracias, estaré ahí temprano para verlos.

─Sí, señora.

Se detuvieron junto a una de las armaduras que flanqueaban la entrada a la habitación principal. La doncella tomó unos pliegues de su falda para hacer una pequeña reverencia y retirarse por donde había venido. La Reina la vio alejarse hasta que dobló una esquina y el pasillo alfombrado quedó desierto.

En un principio le había resultado un tanto gracioso cómo las jóvenes se ofrecían hasta para ponerle los zapatos, y desde entonces las rechazaba en lo que podía. No quería pensar ni hablar mal de la primera esposa del Rey, pues hasta donde sabía la pobre mujer había vivido sus últimos meses sumergida en la enfermedad, pero en un inicio todos parecían suponer que ella era igual de inútil en cosas tan cotidianas como cepillarse el cabello. Era molesto. Ella podía desabrocharse el vestido por su cuenta y era capaz de meterse sola en la tina del baño. Hubo veces en que insistían tanto que tuvo que ceder para no parecer malagradecida con las que sólo hacían su trabajo, pero con el tiempo comprendieron.

El corazón de BlancanievesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora