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A la Reina le gustaba leer desde que era pequeña. Su madre le había enseñado a escondidas cuando su padre se lo prohibió, pues saber no era el deber de una mujer. O al menos no el de una perteneciente a una corte tan pobre como la suya.

    Cuando la condesa cumplió los quince años ya había releído todo lo que había en la pequeña biblioteca privada de su casa, y poco tiempo después tuvo lugar el accidente con el caballo. El animal se había encabritado tanto que tiró a la joven y le pasó corriendo por encima. Fractura de pelvis con hemorragia interna. Un embarazo sería demasiado riesgoso para ella y el bebé. Nunca podría ser madre, y como nadie querría por esposa a una mujer que no podría concebir un heredero, se dedicó al estudio.

    Fue la costumbre la que la hizo encerrarse en la biblioteca cuando apareció el segundo cadáver, o al menos, el segundo dentro del castillo. Había pedido verlo ella misma antes de que retiraran al guardia del pasillo para llevárselo a su familia. La mueca de horror que tenía era inconfundible y estaba mucho más pálido de lo que debía estarlo tan poco después de morir. El cuello... A eso no se le podía llamar cuello. Era un revoltijo de carne y sangre entre el que podía verse los huesos y tendones que sostenían la cabeza. Debía haber sido una muerte espantosa. La hoja del cuchillo desenvainado que normalmente el hombre llevaba en el cinturón estaba sucia, cubierta de algún líquido negro que se había secado y sólo podía quitarse raspándolo.

    No había huellas de zapatos, ni cabello, ni testigos. No había ningún indicio que indicara quién había cometido aquella atrocidad a un padre tan joven. Nadie podía sacar ninguna conclusión, sino simples especulaciones sin sentido. Pero se trataba de la princesa, la Reina lo sabía. Todavía tenía pesadillas con lo que le había hecho al Rey: la respiración agitada de la niña, el hedor, el líquido caliente manchando las sábanas, la mano de su esposo buscando la suya antes de que la vida lo abandonara.

    Sin embargo, no podía probarlo. No de forma convincente. Blancanieves pertenecía al reino. Portaba el linaje real. El pueblo le era leal a ella, no a la Reina, y cuando la princesa tuviera edad suficiente tendría que cederle el trono. Por eso no podía tomar la solución que le ofrecía el Espejo.

    Mientras pasaba página tras página, regresaba los libros a sus estanterías después de ver sus índices o apuntaba lo que pensaba que podría ayudarle en un trozo de pergamino lo suficientemente pequeño para esconderlo en su escote cuando saliera, tras las puertas dobles que la separaban del resto del castillo iba congregándose una pequeña multitud que murmuraba entre sí preguntándose qué estaba pasando allí adentro.

    No era ningún secreto que su Majestad se atrincheraba en su habitación por las noches o que prefería comer sin compañía de su hijastra, desayunando muy temprano por la mañana y cenando muy tarde por la noche, pero nunca se había encerrado tan descaradamente durante el día.

    Blancanieves estaba entre ellos, sacándole provecho a su esbelta figura que mirar por encima de los demás.

    ─¿Se encontrará bien, Alteza? ─le preguntaban.

    ─Creo que no lo ha estado desde la muerte de mi padre ─respondía ella con la verdad.

    Adentro, la Reina cerró de un manotazo el libro que tenía sobre las rodillas y se acarició el puente de la nariz. Un dolor punzante comenzaba a brotar desde la parte posterior de su cabeza. Sobre la mesa de madera yacían sus notas manchadas con la tinta que había tirado sobre ellas debido a sus dedos temblorosos.

    La tiara de plata reposaba en una de las estanterías detrás de ella y, como solía ser parte de su peinado, varios mechones se habían salido de su lugar y se los había acomodado torpemente detrás de las orejas.

El corazón de BlancanievesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora