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La luna llena iluminaba con tanta claridad el ancho camino de tierra que hacía visible cada huella e imperfección presente en el manto de nieve fresca que lo cubría todo. Los copos seguían cayendo con cierta elegancia sobre las ramas desnudas de los árboles, pero el viento se llevaba a los demás antes de que lograran tocar el suelo.

    De pronto, un montón de hojas salió volando cuando un caballo le pasó a toda velocidad por encima. El hombre que lo montaba sacudía las correas de cuero para incitar al animal a ir más rápido. Llevaba una caperuza azul oscuro para cubrirse del frío y tratar de permanecer en el anonimato. Con el aliento transformándose en vaho, se arriesgó a echar un fugaz vistazo por encima del hombro, y vio que los jinetes que lo perseguían no se quedaban rezagados.

    Su corazón latía con tanta intensidad que podía sentirlo en el cuello. Estaba helando, pero su frente estaba cubierta de sudor y sus mejillas ardían. Clavó los talones en los costados del caballo, que ya estaba muy cansado, y apretó con más fuerza el espejo de plata que llevaba contra el pecho envuelto en varios pedazos de tela.

    El Rey era un hombre de Dios, siempre lo había sido. Pero estaba desesperado. No había suficiente oro para arreglarlo comprando a los reinos vecinos. La gente estaba sufriendo y se decía que el espejo podía conceder deseos. Rogaba a Dios que lo perdonara algún día por haber recurrido a la magia, y que si se debía dar un castigo, fuera para él y sólo él.

    Los jinetes se detuvieron bruscamente al ver las luces que interrumpían el camino más adelante, pero el Rey no se permitió aminorar la marcha hasta que cruzó los muros exteriores.

    Rodeado por construcciones de piedra, madera y paja, en la distancia comenzó a vislumbrarse un humilde castillo de piedra, en cuya torre más alta se encontraba la reina sentada en una mecedora, bordando frente al fuego de una chimenea. Junto a ella había una ventana alta sin cristal con un marco de ébano en el que se habían ido acumulando los copos en una delgada capa.

    Viendo nevar, la reina se pinchó un dedo con su aguja y sobre la nieve cayeron tres gotas de sangre. El contraste de los colores era tan bello que la reina exclamó para sí:

    ─¡Cómo desearía tener una hija con la piel tan blanca como la nieve, los labios tan rojos como la sangre y el cabello tan negro como el ébano!

    Pocos días después se enteró de que estaba embarazada. Sin embargo, no pasó mucho hasta que se vio obligada a guardar cama, víctima de una misteriosa enfermedad. Sanadores de todos los rincones del reino la visitaron, pero ninguno pudo ayudarla. Y así fue como, rodeada de pesadumbre y desesperanza, llegó al mundo una niña blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano.

    Por eso fue llamada Blancanieves.

    La reina murió, tal y como todos habían predicho, y el Rey quedó sumido en una terrible depresión, hasta que encontró consuelo en una hermosa condesa que era repudiada por su propio pueblo.

• • •

Era pasada la medianoche cuando la Reina se puso la bata de seda sobre el camisón blanco y quitó los dos candados que aseguraban la puerta de su nueva habitación individual. Con los pies descalzos y el cabello aún húmedo, comenzó a bajar las escaleras cubiertas por un gruesa alfombra que llevaban a la planta inferior.

    Hacía tiempo que nadie bajaba a las mazmorras del castillo. Estaban llenas de polvo y se podían escuchar a las ratas corriendo de una esquina a otra cuando se les alumbraba con la lámpara de aceite, pero la carta en el testamento del Rey era muy específica con lo que necesitaba que su esposa hiciera en caso de que sufriera una muerte prematura.

El corazón de BlancanievesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora