Cuando desperté, estaba en una habitación blanca como la nieve. Todo era blanco: las paredes de madera estaban pintadas, el suelo cubierto por una alfombra gruesa y peluda, el armario pequeño estilo vintage del rincón, la silla y mesa bajo la amplia ventana con cortinas e incluso las sábanas de la cama donde me encontraba. Todo era de un blanco cegador. Lo único que destacaba con algo de calidez era el suelo bajo la alfombra, de un marrón acogedor, y un par de cuadros en las paredes de estilo tradicional: unas pinturas en marcos dorados y ornamentados de paisajes de otras épocas. El primero era una representación de una ciudad (posiblemente París) en la época victoriana, pintada con colores marrones y dorados. La otra, más pequeña, ilustraba un paisaje fantástico en colores verdes, violetas y anaranjados. Me pareció fascinante.
Me tomó apenas unos segundos notar todos estos detalles en la habitación, que parecía para invitados ocasionales. Entonces, somnolienta y confundida, me traté de incorporar en la cama. Un ramalazo de dolor me recorrió las costillas del costado izquierdo, mareándome. Gemí y me volví a dejar caer en la almohada.
Me inspeccioné. Estaba cubierta de envoltorios por todas partes: tenía vendas en un tobillo entablillado, vendas en una muñeca torcida, vendas en el cuello y, al parecer, una buena cantidad de vendas en la cabeza. Me sentía un regalo de navidad que se había roto en el aterrizaje por la chimenea y al que el niño al que estaba destinado no quiso terminar de desenvolver. Volví a gemir cuando las sienes comenzaron a martillearme, y gemí de nuevo cuando me quise sostener la cabeza con la muñeca equivocada.
Al parecer, tanto gemido atrajo a un habitante de la casa, que tuvo la gentileza de golpear la puerta. Mi voz sonó más ronca y desafinada de lo que me habría gustado cuando respondí.
- Pase.
El hombre que pasó era el mismo rubio despampanante de piel pálida que me había chupado el dolor del cuello cuando desperté en el césped la noche anterior. Lo miré, entre confundida y asombrada.
Es que, no podía dejar de asombrarme de su belleza. Sí, era el tercero al que conocía con esas pintas, pero eso no lo hacía menos atractivo. Su cabello rubio corto combinaba con sus ojos color miel de una forma muy encantadora y cálida. Me sonrió con amabilidad y algo de pena y se me derritió el alma. Si había pensado que sus ojos eran cálidos, me había faltado verle la sonrisa.
No pude evitar devolvérsela.
- Buenos días - me saludó con una voz suave y tranquila - Así que has despertado. Soy el doctor Carlisle Cullen, y fui yo quien te trató las heridas de la otra noche. Espero no te molesten las vendas; son por un corto periodo. ¿Cómo te sientes?
Parpadeé un par de veces, tratando de pensar la respuesta a su pregunta. Mi mente se sentía entumecida; como si cada pensamiento navegara a través de miel espesa antes de llegar a formarse. No podía recordar nada de lo que había pasado la noche anterior. ¿Había sido la noche anterior, verdad...? Me entró el pánico cuando procesé lo que el doctor Cullen había dicho: "la otra noche"... Dios, ¿cuántos días había pasado dormida? Edmund estaría preocupado...
Entonces todos los recuerdos de la noche anterior y de los últimos meses me golpearon de repente, dejándome sin respiración. El pánico empezó a subir por mi garganta a una velocidad vertiginosa.
- ...Edmund - pronunció mi voz, ronca hasta lo inaudible. La forcé, elevando el tono - Edmund. ¿Dónde esta Edmund? ¡Edmund, Edmund está en peligro! ¡Necesita ayuda!
Miré al doctor con desesperación. Él me devolvió una mirada llena de remordimiento y compasión, y su expresión afable se deshizo. Abrió la boca, solo para cerrarla un segundo después y ponerse a ordenar sus ideas. La expresión de dolor no dejaba su rostro.
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La Tercera es la Vencida · [Carlisle Cullen x Tú]
Fanfiction¿Alguna vez han escuchado ese famoso dicho que dice "la tercera es la vencida"? No sé cómo les irá a ustedes con él, pero en mi caso mi vida se tomó la parte de "vencida" demasiado literal y al parecer asumió que tiene que acabarse en medio de gran...