Capítulos 11-15

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  Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió avisitar a su hermana y al ver que estaba bien abrigada la acompañó al salón,donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones decontento. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la hora quetranscurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron lafiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de susconocidos con humor.Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto deatención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron instantáneamente haciaDarcy y no había dado cuatro pasos cuando y a tenía algo que decirle. Él sedirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También elseñor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegrabamucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo de Bingley,que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La primera mediahora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de unhabitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejosposible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadiemás. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena con satisfacción.Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada lamesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, yel señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadietenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla.Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en unsofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señoraHurst, ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, devez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita Bennet.La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de Darcy que a lasuya propia. No paraba de hacerle preguntas o mirar la página que él teníadelante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba acontestar y seguía leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener queentretenerse con su libro que había elegido solamente porque era el segundotomo del que leía Darcy, bostezó largamente y exclamó:—¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no haynada tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero unlibro, nunca. Cuando tenga una casa propia seré desgraciadísima si no tengo unagran biblioteca.Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vistaalrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a suhermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia ély dijo:—¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes dedecidirte te aconsejaría que consultases con los presentes, pues o mucho meengaño o hay entre nosotros alguien a quien un baile le parecería, más que unadiversión, un castigo.—Si te refieres a Darcy —le contestó su hermano—, puede irse a la camaantes de que empiece, si lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tanpronto como Nicholls lo hay a dispuesto todo, enviaré las invitaciones.—Los bailes me gustarían mucho más —repuso su hermana— si fuesen deotro modo, pero esa clase de reuniones suelen ser tan pesadas que se haceninsufribles. Sería más racional que lo principal en ellas fuese la conversación yno un baile.—Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se parecería en nadaa un baile.La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasearpor el salón. Su figura era elegante y sus andares airosos; pero Darcy, a quien ibadirigido todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer unesfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth, dijo:—Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo ydé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tantotiempo sentada en la misma postura.Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente. La señoritaBingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad; el señor Darcylevantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación como podíaestarlo la misma Elizabeth; inconscientemente, cerró su libro. Seguidamente, leinvitaron a pasear con ellas, a lo que se negó, explicando que sólo podía haber dosmotivos para que paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría enlos dos. « ¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por sabercuál sería el significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía entenderlo.—En absoluto —respondió—; pero, sea lo que sea, es seguro que quieredejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.Sin embargo, la señorita Bingley era incapaz de decepcionar a Darcy, einsistió, por lo tanto, en pedir que les explicase los dos motivos.—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo —dijo tan prontocomo ella le permitió hablar—. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo oporque tienen que hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntossecretos, o porque saben que paseando lucen mejor su figura; si es por loprimero, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo,las puedo admirar mucho mejor sentado junto al fuego.—¡Qué horror! —gritó la señorita Bingley—. Nunca he oído nada tanabominable. ¿Cómo podríamos darle su merecido?—Nada tan fácil, si está dispuesta a ello —dijo Elizabeth—. Todos sabemosfastidiar y mortificarnos unos a otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntimaamiga suy a, sabrá muy bien cómo hacerlo.—No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me haenseñado cuáles son sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, detanta sangre fría! Y en cuanto a reírnos de él sin más mi más, no debemosexponernos; podría desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.—¡Qué no podemos reírnos del señor Darcy! —exclamó Elizabeth—. Es unprivilegio muy extraño, y espero que siga siendo extraño, no me gustaría tenermuchos conocidos así. Me encanta reírme.—La señorita Bingley —respondió Darcy— me ha dado más importancia dela que merezco. El más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor delas acciones, pueden ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en estavida más que en reírse.—Estoy de acuerdo —respondió Elizabeth—, hay gente así, pero creo que yono estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio.Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias son las cosasque verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre quepuedo. Pero supongo que éstas son las cosas de las que usted carece.—Quizá no sea posible para nadie, pero y o he pasado la vida esforzándomepara evitar estas debilidades que exponen al ridículo a cualquier personainteligente.—Como la vanidad y el orgullo, por ejemplo.—Sí, en efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personasde inteligencia superior, creo que es válido.Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.—Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señoritaBingley—, y le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión.—Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Élmismo lo reconoce claramente.—No —dijo Darcy—, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos,pero no tienen que ver con la inteligencia. De mi carácter no me atrevo aresponder; soy demasiado intransigente, en realidad, demasiado intransigentepara lo que a la gente le conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería lasinsensateces y los vicios ajenos, ni las ofensas que contra mí se hacen. Missentimientos no se borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos.Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión quetengo sobre alguien, es para siempre.—Ése es realmente un defecto —replicó Elizabeth—. El rencor implacable esverdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido usted muy bien sudefecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a salvo.—Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, aun defecto innato, que ni siquiera la mejor educación puede vencer.—Y ese defecto es la propensión a odiar a todo el mundo.—Y el suy o —respondió él con una sonrisa— es el interpretar mal a todo elmundo intencionadamente.—Oigamos un poco de música —propuso la señorita Bingley, cansada de unaconversación en la que no tomaba parte—. Louisa, ¿no te importará que despierteal señor Hurst?Su hermana no opuso la más mínima objeción, y abrió el piano; a Darcy,después de unos momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir elpeligro de prestarle demasiada atención a Elizabeth.  

Orgullo y prejuicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora