Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía ylos reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola veladadurante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el cochepartió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de losPhilips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham habíaaceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa.Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento,Collins pudo observar todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de lapieza le causaron tal admiración, que confesó haber creído encontrarse en elcomedorcito de verano de Rosings. Ésta comparación no despertó ningúnentusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oy ó de labios de Collins loque era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de unode los salones de lady Catherine y supo que sólo la chimenea había costadoochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habríamolestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llavesde los Bourgh.Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de ladyCatherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humildecasa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron loscaballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuy a buenaopinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y yaestaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas,que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer quedesear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones dechina de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga laespera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en laestancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo habíarecordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición delcondado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos ylos mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por sugallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como elloslo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando aoporto.El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos losojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió éltomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, apesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablementellovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que lostópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar interesantessi se dicen con destreza.Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar laatención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para lasmuchachas él no representaba nada. Pero la señora Philips todavía le escuchabade vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas.Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad paradevolverle sus atenciones, y se sentó a jugar con ella al whist.—Conozco poco este juego, ahora —le dijo—, pero me gustaría aprenderlomejor, debido a mi situación en la vida.La señora Philips le agradeció su condescendencia, pero no pudo entenderaquellas razones.Wickham no jugaba al whist y fue recibido con verdadero entusiasmo en laotra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de queLydia lo absorbiese por completo, porque le gustaba hablar por los codos, perocomo también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interésen el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamacionescuando tocaban los premios, para que pudiera distraerse en cualquier otra cosa.Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar eltiempo a hablar con Elizabeth, y ella estaba deseando escucharle, aunque notenía ninguna esperanza de que le contase lo que a ella más le apetecía saber, lahistoria de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre.Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue elmismo señor Wickham el que empezó el tema. Preguntó qué distancia había deMeryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unossegundos de titubeo, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí elseñor Darcy.—Un mes aproximadamente —contestó Elizabeth.Y con ansia de que no acabase ahí el tema, añadió:—Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.—Sí —repuso Wickham—, su hacienda es importante, le proporciona diez millibras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticosacerca del señor Darcy, pues he estado particularmente relacionado con sufamilia desde mi infancia.Elizabeth no pudo evitar demostrar su sorpresa.—Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como viousted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ay er. ¿Conoce ustedmucho al señor Darcy?—Más de lo que desearía —contestó Elizabeth afectuosamente—. He pasadocuatro días en la misma casa que él y me parece muy antipático.—Yo no tengo derecho a decir si es o no es antipático —continuó el señorWickham—. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durantedemasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez justo. Me sería imposibleser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquieray puede que no la expresaría tan categóricamente en ninguna otra parte. Aquíestá usted entre los suyos.—Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa dela vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con suorgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.—No puedo fingir que lo siento —dijo Wickham después de una breve pausa—. No siento que él ni nadie sean estimados sólo por sus méritos, pero con Darcyno suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o letemen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven sólo como a él se leantoja que le vean.—Pues y o, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona.Wickham se limitó a mover la cabeza. Luego agregó:—Me pregunto si pensará quedarse en este condado mucho tiempo.—No tengo ni idea; pero no oí nada de que se marchase mientras estuvo enNetherfield. Espero que la presencia de Darcy no alterará sus planes depermanecer en la guarnición del condado.—Claro que no. No seré el que me vaya por culpa del señor Darcy, ysiempre me entristece verle, pero no tengo más que una razón para esquivarle ypuedo proclamarla delante de todo el mundo: un doloroso pesar por su mal tratoy por ser como es. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejorde los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que se meparta el alma con mil tiernos recuerdos. Su conducta conmigo ha sido indecorosa;pero confieso sinceramente que se lo perdonaría todo menos que haya frustradolas esperanzas de su padre y haya deshonrado su memoria.Elizabeth encontraba que el interés iba en aumento y escuchaba con sus cincosentidos, pero la índole delicada del asunto le impidió hacer más preguntas.Wickham empezó a hablar de temas más generales: Meryton, la vecindad, lasociedad; y parecía sumamente complacido con lo que ya conocía, hablandoespecialmente de lo último con gentil pero comprensible galantería.—El principal incentivo de mi ingreso en la guarnición del condado —continuó Wickham— fue la esperanza de estar en constante contacto con lasociedad, y gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy respetadoy agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, describiéndome su actualresidencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado enMery ton. Confieso que me hace falta un poco de vida social. Soy un hombredecepcionado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupacióny compañía. No era mi intención incorporarme a la vida militar, pero lascircunstancias actuales me hicieron elegirla. La Iglesia debió haber sido miprofesión; para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valiosorectorado si no hubiese sido por el caballero de quien estaba hablando hace unmomento.—¿De veras?—Sí; el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocuparel mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me queríaentrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme biensituado, y crey ó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fueconcedido a otro.—¡Dios mío! —exclamó Elizabeth—. ¿Pero cómo pudo ser eso? ¿Cómopudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?—Había tanta informalidad en los términos del legado, que la ley no mehubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en dudala intención de dichos términos; pero Darcy prefirió dudarlo o tomarlo como unarecomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos misderechos por mi extravagancia e imprudencia; total que o por uno o por otro, locierto es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya teníaedad para ocuparla, y se la dieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedoculparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamentoardiente, soy indiscreto y acaso hay a manifestado mi opinión sobre Darcyalgunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva franqueza. No recuerdo ningunaotra cosa de la que se me pueda acusar. Pero el hecho es que somos muydiferentes y que él me odia.—¡Es vergonzoso! Merece ser desacreditado en público.—Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo desacredite.Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle nidesenmascararlo.Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nuncamientras los expresaba.—Pero —continuó después de una pausa—, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Quépuede haberle inducido a obrar con esa crueldad?—Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hastacierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese queridotanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que supadre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No teníacarácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni lapreferencia que a menudo me otorgaba su padre.—Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sussentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso.—No debo hablar de este tema —repuso Wickham—; me resulta difícil serjusto con él.Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó:—¡Tratar de esa manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre!Podía haber añadido: « A un joven, además, como usted, que sólo su rostroofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir:—A un hombre que fue seguramente el compañero de su niñez y con el que,según creo que usted ha dicho, le unían estrechos lazos.—Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor partede nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendojuegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó conla profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tantoprestigio; pero lo dejó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempoa administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo estimaba mucho yera su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcyreconocía a menudo que le debía mucho a la activa superintendencia de mipadre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometióespontáneamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarlea mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me tenía.—¡Qué extraño! —exclamó Elizabeth—. ¡Qué abominable! Me asombra queel propio orgullo del señor Darcy no le haya obligado a ser justo con usted.Porque, aunque sólo fuese por ese motivo, es demasiado orgulloso para no serhonrado; y falta de honradez es como debo llamar a lo que ha hecho con usted.Es curioso —contestó Wickham—, porque casi todas sus acciones han sidoguiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, estámás unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somosconsecuentes; y en su comportamiento hacia mí, había impulsos incluso másfuertes que el orgullo.—¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducidoalguna vez a hacer algún bien? —Sí; le ha llevado con frecuencia a ser liberal ygeneroso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a suscolonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porqueestá muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este modo. Eldeseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos queridoque ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fuepara él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de hermano que, unido aalgo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio dela señorita Darcy, y oirá decir muchas veces que es considerado como el másatento y mejor de los hermanos.—¿Qué clase de muchacha es la señorita Darcy ?Wickham hizo un gesto con la cabeza.—Quisiera poder decir que es encantadora. Me da pena hablar mal de unDarcy. Pero ahora se parece demasiado a su hermano, es muy orgullosa. Deniña, era muy cariñosa y complaciente y me tenía un gran afecto. ¡Las horasque he pasado entreteniéndola! Pero ahora me es indiferente. Es una hermosamuchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada. Desde lamuerte de su padre vive en Londres con una institutriz.Después de muchas pausas y muchas tentativas de hablar de otros temas,Elizabeth no pudo evitar volver a lo primero, y dijo:—Lo que me asombra es su amistad con el señor Bingley. ¿Cómo puede elseñor Bingley, que es el buen humor personificado, y es, estoy convencida,verdaderamente amable, tener algo que ver con un hombre como el señorDarcy ? ¿Cómo podrán llevarse bien? ¿Conoce usted al señor Bingley?—No, no lo conozco.—Es un hombre encantador, amable, de carácter dulce. No debe saber cómoes en realidad el señor Darcy.—Probablemente no; pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando leapetece. No necesita esforzarse. Puede ser una compañía de amenaconversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su posición es muydistinto de como es con los inferiores. El orgullo no le abandona nunca, pero conlos ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero, razonable, honrado yhasta quizá agradable, debido en parte a su fortuna y a su buena presencia.Poco después terminó la partida de whist y los jugadores se congregaronalrededor de la otra mesa. Collins se situó entre su prima Elizabeth y la señoraPhilips. Ésta última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida.No fue gran cosa; había perdido todos los puntos. Pero cuando la señora Philips leempezó a decir cuánto lo sentía, Collins le aseguró con la may or gravedad que notenía ninguna importancia y que para él el dinero era lo de menos, rogándole queno se inquietase por ello.—Sé muy bien, señora —le dijo—, que cuando uno se sienta a una mesa dejuego ha de someterse al azar, y afortunadamente no estoy en circunstancias detener que preocuparme por cinco chelines. Indudablemente habrá muchos queno puedan decir lo mismo, pero gracias a lady Catherine de Bourgh estoy lejosde tener que dar importancia a tales pequeñeces.AWickham le llamó la atención, y después de observar a Collins durante unosminutos le preguntó en voz baja a Elizabeth si su pariente era amigo de la familiade Bourgh.Lady Catherine de Bourgh le ha dado hace poco una rectoría —contestó—.No sé muy bien quién los presentó, pero no hace mucho tiempo que la conoce.—Supongo que sabe que lady Catherine de Bourgh y lady Anne Darcy eranhermanas, y que, por consiguiente, lady Catherine es tía del actual señor Darcy.—No, ni idea; no sabía nada de la familia de lady Catherine. No tenía noción desu existencia hasta hace dos días.—Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una enorme fortuna, y se dice queella y su primo unirán las dos haciendas.Esta noticia hizo sonreír a Elizabeth al pensar en la pobre señorita Bingley. Envano eran, pues, todas sus atenciones, en vano e inútil todo su afecto por lahermana de Darcy y todos los elogios que de él hacía si y a estaba destinado aotra.—El señor Collins —dijo Elizabeth— habla muy bien de lady Catherine y desu hija; pero por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que lagratitud le ciega y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer arrogante yvanidosa.—Creo que es ambas cosas, y en alto grado —respondió Wickham—. Hacemuchos años que no la veo, pero recuerdo que nunca me gustó y que susmodales eran autoritarios e insolentes. Tiene fama de ser juiciosa e inteligente;pero me da la sensación de que parte de sus cualidades se derivan de su rango ysu fortuna; otra parte, de su despotismo, y el resto, del orgullo de su sobrino quecree que todo el que esté relacionado con él tiene que poseer una inteligenciasuperior.Elizabeth reconoció que la había retratado muy bien, y siguieron charlandojuntos hasta que la cena puso fin al juego y permitió a las otras señoras participarde las atenciones de Wickham. No se podía entablar una conversación, por elruido que armaban los comensales del señor Philips; pero sus modalesencantaron a todo el mundo. Todo lo que decía estaba bien dicho y todo lo quehacía estaba bien hecho. Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa nopodía pensar más que en el señor Wickham y en todo lo que le había dicho; perodurante todo el camino no le dieron oportunidad ni de mencionar su nombre, y aque ni Lydia ni el señor Collins se callaron un segundo. Ly dia no paraba de hablarde la lotería, de lo que había perdido, de lo que había ganado; y Collins, conelogiar la hospitalidad de los Philips, asegurar que no le habían importado nadasus pérdidas en el whist, enumerar todos los platos de la cena y repetirconstantemente que temía que por su culpa sus primas fuesen apretadas, tuvomás que decir de lo que habría podido antes de que el carruaje parase delante dela casa de Longbourn.
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Orgullo y prejuicio
RomanceJane Austen Orgullo y prejuicio es la historia del señor y la señora Bennet, sus cinco hijas, y varias aventuras románticas en su residencia Hertfordshire de Longbourn. Los caracteres de los padres son contrastados enormemente: el señor Bennet es un...