Michael.

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La arena húmeda saltaba sobre los cuerpos de los caídos. El suelo temblaba con cada explosión, cada disparo, desde que los barcos los habían dejado en aquella playa tan muerta. El enemigo atacaba sin piedad alguna apenas les vieron llegar, tomando muchas vidas, más de las que Michael Way podía contar. El arma fría le infundía un sentimiento de miedo, a través de sus manos hasta el hueso de estas, provocándole un nudo en el estómago y unas ganas casi incontrolables de llorar. Avanzó arrastrándose por el barro que se formaba al contacto del agua con la grava, mientras escuchaba los cañones ser disparados sin descanso y los gritos de soldados heridos que desgarraban su garganta a causa del dolor. Las manos le temblaban al joven muchacho, quien con casi nula experiencia, había sido enviado a pelear por su tierra, por su nación. Miraba con terror en las venas a tantos hombres caer sin vida, y por un breve momento se preguntó si su familia sabría pronto que ellos jamás volverían a casa.

Casa. Sintió un escalofrío al pensar que él tampoco regresaría jamás. Imaginar el sufrimiento de su pobre madre casi provocaba que las lágrimas brotaran y la profunda angustia que sentía hacía que las ganas de rendirse aumentaran. Se escondió detrás de una pequeña duna para desesperadamente tomar aire y continuar avanzando.

Vino a su mente un recuerdo. Él tenía ocho años, y su hermano Gerard tenía diez. Corrían por el patio de la casa como niños libres y sin angustias. Su madre, Donna Way, los miraba con ternura desde la ventana de la cocina, sonriendo de la manera más hermosa que Michael jamás había visto. El día era soleado pero el suave viento acariciaba sus mejillas, suaves y sonrosadas por la actividad física. Sus pequeñas manos sostenían una pequeña espada de madera, con la que perseguía a su hermano. Su padre, un hombre de campo, su ejemplo a seguir desde que tenía uso de razón, les advertía que tuvieran cuidado al correr, mientras trabajaba en una cerca de madera para la casa.

- ¡Mira papa! ¡Mikey y yo somos guerreros, como el abuelo!- gritaba el pequeño Gerard, mientras chocaba su pequeña espada de madera con la de su hermano. Michael, que era menor y más delgado que su hermano, sostenía la espada con un poco de dificultad, pero al final de cuentas se divertía como nunca al jugar con su hermano. Ese momento se quedó atesorado en la memoria del soldado, y venía a él en esos momentos de horror.

Continúo moviéndose por la fría arena, colocándose en una breve colina formada cerca de él. Apuntó con el arma al frente, pero apenas lograba mantenerse alerta gracias a la adrenalina que corría por su cuerpo. Muchos recuerdos se aglomeraban en su cabeza como los flashazos de una cámara. Recordó entre ellos, cuando su madre le preparaba pan de arándanos y chocolate caliente cuando no podía dormir.

Ella se quedaba hasta altas horas de la noche conversando con su pequeño, contándole acerca de sus abuelos, a quienes Michael nunca conoció. Le relataba historias de algunos años antes de que él llegara a a familia. Le hablaba sobre sus tíos y como siempre fueron educados como hombres por su abuelo, trabajando con él en el campo. En una de esas noches de desvelo, Donna le relato al más pequeño de los Way cuando su abuelo fue a luchar la Gran Guerra. Para ella, su padre era su mayor héroe y aunque el temor a veces le ganaba, ella sabía de algún modo que su padre estaba peleando por lo que él creía correcto.

- El día antes de que se fuera a la guerra- contaba Donna a su hijo- hubo una gran reunión en el palacio de gobierno para los soldados y sus familias. Hubo banquete, baile y muchas risas. La melancolía podía sentirse pero nadie iba a quitarnos ese momento de felicidad. - relataba mientras miraba a un punto fijo, recordando.

-Tu abuelo se veía feliz- continúo Donna- casi tanto como el día que nació tu tío Jon. Y a pesar de que nos entristecía su partida, la alegría que expresaba a través de sus ojos nos llenaba a nosotros también. Esa noche, los soldados se quedarían unas horas más mientras que las esposas y los hijos regresaban a casa. Al día siguiente, antes de que tu abuelo subiera al tren que se los llevaría, me dio el abrazo más fuerte que jamás he recibido, y me dijo "Donnie, eres mi joya más preciada, no importa que pase allá, los amo". Y entonces tu abuelo se fue a pelear y murió con honor. - finalizo la madre del pequeño, con los ojos conteniendo las lágrimas. Michael siempre pensó que su madre era una mujer hermosa, tanto por fuera como interiormente, pero sus ojos eran los más bellos que conocía, y el solo imaginarlos llenos de dolor por causa de sus hijos hacia que aparecieran unas fuerzas irreconocibles por intentar luchar.

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