Prólogo, primera parte; Preparativos

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(N/A. Esto está ambientado en una especie de Universo alternativo ligeramente extraño, porque todos los elementos de la vida corriente están presentes, salvo que no tengo ciertas dificultades físicas que en la vida diaria sí, que la fecha en la que se desarrolla es la noche anterior al Día de Muertos del 2019, y que la película no se estrenó en octubre-noviembre o en diciembre del 2017, sino en mayo del año en que la narración transcurre, y yo la vi a últimos de julio del mismo año).

–A ver, un momento ¿Vas a celebrar el Día de Muertos, una festividad de México, cuando no vivimos allí? ¿Y a quién vas a poner en la "ofrenda"? No conoces casi nada de la familia, prácticamente no sabes quién ha fallecido y quién no.

Intenté que las palabras de mi madre no me afectaran, lo intenté con fuerza. Sin embargo, no pude evitar que un par de lágrimas humedecieran mis ojos, porque me dolieron; las palabras de mi madre dolieron bastante.

(N/A. ¿Alguna vez os han dicho que algo en lo que creéis firmemente es una fantasía, una ridiculez o que no es real? ¿Cómo os sentisteis? Pues yo me sentía así, justo así).

–Madre, es tarde. Deberías dormir. No te preocupes por mí, que ahora me duermo -y, para que viera que no mentía, me metí en la cama–. ¿Ves?

Ella asintió. Parecía haber quedado satisfecha.

–Hasta mañana, hija. Que descanses.
–Hasta mañana, ma –ahora, el beso de buenas noches, como siempre.

"Tú me traes un poco loco... Que el cielo no es azul ¡Ay, mi amor! ¡Ay, mi amor!...". La canción de Un poco loco se repetía y se repetía en mi cabeza. Al mismo tiempo intentaba dormir, sumida en un sueño revuelto, donde solo había negrura, sin sueños, y solamente estaba medio dormida.

Así pasaron horas, hasta que vi que, en mi reloj, por fin, dieron las 11:20 de la noche, la hora a la que, podría decir, mis padres estarían durmiendo, casi con toda seguridad.

Necesitaba con toda mi alma hacer algo, pero sabía que mis padres no lo aceptarían.
A ver, no penséis mal, yo tengo una fascinsebsión (una gran mezcla de fascinación y obsesión) muy intensa con todo lo de Coco desde que la vi en julio.

Bueno, el caso es que pulsé un botón oculto de la pared de mi habitación, entre las dos ventanas largas color chocolate, y de ahí fue saliendo una tabla larga que ocupaba casi todo el espacio existente entre la ventana y la puerta del balcón, que era al mismo tiempo la segunda ventana. La tabla estaba más o menos a la altura de mi pecho, y tenía un ancho cercano a quince centímetros. Era una tabla gruesa, resistente, de madera de roble oscuro natural, aunque barnizada.

Suspiré, intentando hacer el menos ruido posible.
Pulsé otro botón, al lado del primero, y la tabla adoptó forma de arco.

Después de hacer eso me volví, caminé unos pasos, abrí la puertecita de mi mesilla de noche y saqué dos fotos, enmarcadas y a color.
Una es de mi bisabuelo, Silvio.

Silvio era una genial persona, eso lo supe en cuanto lo conocí. Nos vimos pocas veces, la última aproximadamente un año antes de que él falleciera. Era mi bisabuelo por parte paterna, y trató muy bien a mi padre durante su larga vida.

Besé la foto, de hace 40 años, y la coloqué en un extremo del altar. Lastimosamente, no podía ofrecerle comida ni bebida como ofrenda, pues no le hubiera gustado nada de lo que le hubiera puesto.

En el otro extremo coloqué una foto de hace 35 años, esta de mi bisabuela por parte materno-maternal (lo cual quiere decir que es la madre de mi abuela) a la que no llegué a conocer, pero me habría gustado hacerlo.

En mi casa no tenemos velas, por lo que puse vasos de agua.
No me preguntéis de dónde saqué los vasos, pero el agua estaba dentro de una botella de cristal en mi habitación.

Yo sabía que a alguno de mis invitados (si es que lograba traer a alguno) probablemente les gustaría algo mucho más fuerte que el agua, pero también sabía, y sé, que no sería bueno ofrecérselo.

Hice una pausa, bostecé muy bajito, con cuidado de que no se me oyera, y agarré las otras dos fotos de mi mesilla, acunándolas con cariño antes de meterlas en los bolsillos traseros de mi pantalón extra grande, escogido para la ocasión (pues yo no acostumbro a usar ropa más grande que mi talla, ni siquiera muy holgada) y me dispuse a limpiar el polvo que la tabla había acumulado por estar contra la pared.

Cuando acabé, un minuto más tarde, miré mi obra y coloqué cinco platos de plástico, tres en el centro y los otros dos en los extremos de la tabla. De los tres del centro puse uno un poco más a la derecha y otro ligeramente a la izquierda del tercero, este muy bien centrado. En el derecho puse un pintalabios doble, negro y morado, combinado artesanalmente días antes usando las mitades de dos barras de labios que yo tenía, y un collar con un camafeo (que yo no podía ni puedo ponerme por el metal que tiene, pero que esperaba que a la invitada a la que se lo quise dar le gustase). En el plato de la izquierda acomodé con suavidad unos pendientes con una guitarra acústica dorada engarzada cada uno, creados usando un kit y dos guitarras de unos collares idénticos que había comprado una semana antes, y una pulsera de turmalina con una calavera negra brillante con puntos como estrellas, que emula el cielo nocturno en una noche estrellada. En los platos de los extremos puse fotografías familiares (porque creí que lo que más les gustaría a mis bisabuelos sería saber cómo está la familia desde que ellos no están) y, además, en el de mi bisabuelo puse un bote de abrillantador para su bastón, ya que eso usaba en vida para sostenerse y ayudarse, al menos desde que yo le conocí. Por último, y en mi opinión más importante, en el plato del centro metí, con cierta dificultad, una camisa impregnada del único perfume que tenía, que usaba casi cada día, y que en ese momento llevaba puesto. También puse en ese plato una chapa, que ponía Rivera en color violeta y en cursiva, y una carta en un sobre blanco hueso, que aunque llevase una marca era simple, pues lo verdaderamente importante estaba en su interior.

Mi pequeño altar semi-clandestino estaba casi listo
Por último, posicioné las fotos que llevaba en el pantalón delante de sus platos correspondientes y los junté un poco.

Suspiré nuevamente para dejar salir una tensión que ni siquiera había notado y me froté las manos contra el pantalón. Ahora sí, mi trabajo manual había concluido.

La visita de Héctor RiveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora