Capítulo 3; La infancia de Coco (segunda parte)

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(Flashback de la primera parte del capítulo.)

Escuché atentamente, alegre como solo algo así podía hacerme estarlo. Algo como él.

La situación solo podía mejorar y mejorar, y de hecho así fue, superando cualquier expectativa.

(Fin del flashback de la primera parte del capítulo.)

Respiró hondo, produciendo un sonido que pasó justo al lado de mi oreja, se irguió y se movió hasta quedar mirando de nuevo al frente, para luego relajarse y exhalar, despacio.

-Las primeras contracciones fueron leves, pero la más notable se dio cuando estaba limpiando...

(Flashback. En la casa de Héctor, sesenta y nueve días después, por la tarde, una hora antes del nacimiento de Coco)
*Narra Héctor*

–Imelda, detente, por favor –le impetré, mirando el suelo, que nunca se había visto tan atildado. Refulgía–. No limpies más, amor. Tu madre dijo que nuestra hija debería nacer pronto, ya lo sabes. Sus palabras fueron: <<A más tardar, el sábado de esta semana>>. Y hoy es jueves.
Lo sabía bien. Tenía el anuario en la pared del dormitorio, al nivel de mi vista, y llevaba la cuenta de las jornadas que quedaban para que la pequeña vida que era nuestro fruto llegase al mundo.

–No deberías hacer esos trabajos estos días... –lo intenté de nuevo, aunque no confiaba en que funcionara– estarías mejor descansando, relajada. Podrías dejar que yo me ocupe de ti y de todo lo demás, al menos hasta que nazca nuestro retoño –planteé, ligeramente esperanzado.
La respuesta de Imelda era imaginable. De hecho, fue la que yo ya sabía que me daría:
–Tú no puedes. No sabes ni cómo se limpia este mueble –me contestó, desabrida, subiéndole a un asiento, con un trapo de limpieza húmedo en la diestra, decidida a seguir con sus labores a pesar de todos mis intentos de disuadirla de ello.

La observaba ensañarse con el frotado de la vitrina con tanto brío como si le hubiera causado algún perjuicio, mascullando, y no parecía que me necesitara en un futuro próximo. No quería molestarla y, asimismo, yo tenía cosas que hacer, de modo que la dejaría sola.
Pero me quedaría cerca. Nunca se sabía cuándo Imelda podría precisar algo, y más estando tan próxima la fecha más importante de nuestras vidas. Y yo deseaba estar ahí para darle todo lo que pudiera querer.

Me estaba ausentando, ya en el umbral, pensando en la difícil tarea que tendría entre manos en un momento, pero una percepción instintiva me percutió como uno de esos martillos que se me daba tan mal emplear, impulsándome y logrando que me volviera hacia el interior de la habitación. Esas impresiones nunca habían venido a mi vida en un instante que no fuera crucial, en esos pocos segundos que modifican el rumbo de toda una existencia. Cada vez que uno acudía a mí, estaban acertados.

Fue el momento cabal, puesto que apenas tuve tiempo de respirar tras haberme dado media vuelta antes de que Imelda sufriera una contracción significativamente más fuerte que las que la estuvieron asolando varias horas esa mañana. Eran normales, había explicado su madre. El cuerpo de mi amor se estaba preparando para dar vida.
Vendrían más potentes después, pero los tres habíamos confiado en que tardarían otro día en hacerse ostensibles.

No era así, al parecer.

La mujer de mi vida perdió el equilibrio entre contracciones y se trompicó. No llegó al punto de besar el suelo, pero eso fue por poco. Cayó por la izquierda, los pies escurridos de la silla sobre la que antes se apoyaba para acicalar aquel mueble.

La visita de Héctor RiveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora