Prólogo, tercera parte; Lo que os he de decir

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(Flashback)

Miré las dos fotos que quedaban en la ofrenda.
<<Es el momento de decir lo que os he de decir>>, pensé.

(Fin del flashback)

(En la Tierra de los Vivos...)

Cogí aire y empecé a hablar mirando hacia la ofrenda.

–Sé que no sois mi familia, pero yo os considero parte de ella. Muy probablemente queráis pasar los únicos días (N/A. Un día, una noche y otro día hasta las 10 p.m., recordad la descripción de la historia) que podéis cruzar con vuestra familia. Sé por todo lo que habéis tenido que pasar para poder estar juntos. Solo han pasado dos años, así que aún es bastante pronto para pediros esto. Pero yo sé que las cosas no se obtienen si no las pides, de modo que os lo pediré. Venid a verme a mí también.

(En la Tierra de los Muertos...)
*Narrador(a) en tercera persona*

A las 7:30 de la mañana, toda la familia Rivera fallecida abrió los ojos.
Había un despertador en cada habitación ocupada de cada casa perteneciente a los Rivera, sincronizados entre sí para sonar todos a la misma hora. La mayoría de los despertados por ese infernal sonido no se levantaron. Es más, algunos llegaron a mirar la hora y a gruñir, pero de esa mayoría todos apagaron la fuente del ruido, se dieron media vuelta y siguieron durmiendo.

La excepción era el hogar principal de la familia, en el centro de la ciudad, donde tres camas quedaron vacías al minuto siguiente de empezar a sonar el despertador.

Hubo un poco de alboroto en las habitaciones cuando las dos mujeres se empezaron a arreglar.
Todos habían dormido con la ropa de día puesta, porque estaban demasiado agotados la pasada noche para preocuparse por eso, después de un día completo preparándolo todo para la fecha que, al fin, había llegado. Así que las chicas solo se recolocaron el peinado, y el hombre se puso su lazo rojo y lo anudó en el cuello.

Héctor Rivera decidió no ponerse su sombrero. Sin embargo, sí que se puso unas sandalias hechas específicamente para él por su esposa, con la colaboración de su hija.
Imelda Rivera se colocó su collar, se calzó sus botas y salió de su habitación para ir a la de su hija.
Coco Rivera ya estaba lista, así que se fue de su habitación a buscar a sus padres.

Las dos mujeres se encontraron a medio camino, se sonrieron mutuamente y fueron a buscar a Héctor.

Él estaba fuera de la casa, esperándolas, como supieron al cabo de unos segundos.

Cuando estuvieron juntos, empezaron a caminar.
Por supuesto, iban hacia la estación de tren, desde donde pasarían al control de entradas y salidas y, de ahí, al puente de flores de cempasúchil.

Unos veinte pasos después, el patriarca de los Rivera se desvió del camino. Imelda y Coco, cuando se dieron cuenta de que no estaba a su lado, le miraron extrañadas.

Sin percatarse de las miradas de sus chicas, Héctor siguió andando, torció a la derecha por un callejón no tan iluminado como la avenida por la que antes caminaba y fue mirando a su alrededor cada pocos segundos.

La calleja por la que se había metido era emplazamiento de uno de los pocos mercados que estaban abiertos esa jornada en la Tierra de los Muertos.
Al fin y al cabo, era Día de Muertos.

El músico encontró el puesto que buscaba, a media distancia de la entrada del callejón, a la izquierda.
Quien lo regentaba era un (en vida y aún en muerte) frutero de tercera generación. No se había casado nunca y no había tenido hijos. Los que le recordaban eran sus más jóvenes clientes del pequeño local donde tenía la frutería, que daba alimento fresco a todo el pueblo donde vivía. Era feliz en su profesión y, como no tenía familia viva, no se molestaba en cerrar en esa fecha.
Había muerto recientemente.

La visita de Héctor RiveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora