Capítulo 1

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Desperté después de un sueño interminable en una habitación blanca y con paredes abullonadas. Miré varias veces a mí al rededor y me hice un ovillo en una esquina tapándome con la frazada que tenía en mi cintura. Mis muñecas estaban vendadas, las tiras blancas se tornaban rojizas en centro evidenciando las heridas horizontales. Un catéter estaba instalado en una de ellas No hace falta ser muy listo para saber que fueron cortadas para acabar con mi vida, pero no recuerdo habérmelas hecho. Lo último que recuerdo es estar en mi habitación, en el Distrito 12, un horrible dolor de cabeza, ansiedad y desesperación por aliviarme rápido, unas pastillas azules. Muchas pastillas azules. Me las había tragado todas.

Después de que me diagnosticaran como mentalmente inestable y me enviaran de regreso al Distrito 12 no hubo nada ni nadie que pudiera hacerme salir del pozo en el que me hundía un poco más todos los días. Aunque siendo franca, no hubo muchos que intentarán hacerlo.

Tal vez el remordimiento melló en Haymich cuando tuvieron que tintar los vidrios de todas las ventanas de la casa porque no soportaba las miradas de las personas del pueblo, juzgándome con sus ojos. Vino a verme a mi casa una vez, tiempo después de declarar que no merecía a Peeta ni aunque viviera cien vidas y que yo era la causante de su sufrimiento, y ésta vez se retractó al decirme que el que Peeta no hubiera regresado al Distrito no era mi culpa, que de todas maneras si él volviera sin haberse recuperado iba a ser peor para todos empezando con él mismo, porque aunque sus recuerdos habían sido manipulados, no cambiaría el dolor, la angustia y la culpa que sentía con todos los intentos de asesinarme que causaron varios desastres en el campo de batalla.

Sé que es así, al menos me esfuerzo en creer que lo es, porque es menos doloroso pensar eso, a pensar de que en el fondo sé que Peeta no ha vuelto porque no quiere tener que verme. Pero también soy consciente de que ni yo, ni Peeta, ni nadie que haya sufrido las consecuencias de los Juegos del Hambre y de la guerra que le siguió, lograrán ser los mismos.

Sin embargo, cuando sueño, todo es diferente. Peeta conserva sus dos piernas y su humor, el amor que sentía por mí en mis sueños sigue siendo tan pasional e incondicional como antaño,y sin importarme lo que yo sienta por él, me hace sentir bien que me estreche en sus brazos, y no que se olvide de mí, como parece.

Miré a mí alrededor, desconocía la habitación aunque algo en ella se me hacía familiar ¿Dónde estaba? La habitación tenía un espejo grande ocupando casi toda la pared contraria y muy seguramente alguien me miraba del otro lado. Todos debían creer que había intentado suicidarme, pero lo único que quería era dormir. Estaba desesperada por dormir, pero el dolor no me lo permitía.

Meses atrás había empezado a tomar las pastillas azules para dormir, mis pesadillas habían desaparecido y cuando dormía, mis sueños estaban abastecidos de Peeta. Soñaba con él casi todas las noches. A veces me miraba, otras veces me hablaba de sus pensamientos tan sabios y puros, como todo lo que él decía, de cosas que en otra situación me habrían hecho sentir incómoda, pero ahora incrementaban un horrible sentimiento de vacío y anhelo en mi pecho. Podía estar simplemente sonriéndome, o jugando con mi cabello, a veces, cuando tenía suerte, mis sueños se convertían en placeres carnales, que de sólo pensar en ellos sentía que las mejillas se me sonrojaban.

Él no había vuelto por mí y aunque sabía que tal vez no fuese porque no quisiera, no dejaba de ser una posibilidad que él no quisiera verme nunca más, tal vez Peeta simplemente había visto cuán destructiva podía llegar a ser. No sabía de él desde hacía casi un año, nunca llamó y Haymich tampoco dijo nada. No sabía si estaba en el Capitolio, o si se había marchado con Annie y Johana al Distrito 4, si ya no quería verme más. La garganta se me cerró en un nudo, me cubrí hasta la nariz y sorbí intentando no llorar porque realmente no me apetecía hacer un berrinche, pero de todas maneras, en cuanto cayó la primera lágrima no pude retener las demás, empezaron a deslizarse por mis mejillas cual largas y húmedas, intenté reprimirlas hundiendo mi cabeza en las manos, pero tenía tanto tiempo sin lamentarme, sin descargar el dolor, que tardé en calmarme al menos media hora. Terminé acostada en el suelo acolchonado con la cabeza apoyada en una almohada, suspirando entrecortadamente con lágrimas solitarias deslizándose por el puente de mi nariz. Suerte que llorar me dejaba cansada y nuevamente me dormí.

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