El Último Beso

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Estaba demasiado ocupado pensando en la tristeza de mi destierro. Demasiado triste, huyendo, que apenas me enteré de que había alguien por aquellos bosques más que yo, hasta que no me vi tirado en el suelo con una joven encima de mí y apuntándome con una espada de aspecto antiguo.

—¡Ghujoi uihagvoben pabafegh! —grité horrorizado en mi lengua natal, el enyéi.

—¿Qué?

Y así, fue como empezó una larga amistad.

—Creo que cada vez te entiendo un poco más —me decía Cressida a la vez que cazábamos algún ave para comer por la noche— aunque si me entiendes, yo te seguiré hablando en mi idioma, Kaos.

Asentí. Estaba feliz por haber encontrado a una persona que me hiciese compañía en mi soledad; pero no sólo era compañera, era mi amiga. Tras presentarme como Hezasfgeh, Cressida había decidido rebautizarme como Kaos, ya que decía que yo era un animalillo peludo, y nervioso que no podía estar quieto y gritar cada vez que veía algo extraño; y la verdad que tenía toda la razón. Dentro de los enyéis, yo era uno bastante cobarde, y por ello me desterraron. Además, el nombre era más fácil de pronunciar.

Cressida y yo recorrimos durante varios meses los bosques de Helianor, confiando y protegiéndonos las espaldas mutuamente. Ella estaba decidida a avanzar, siempre con la espada de aspecto antiguo al hombro, ya que era nuestra única arma de verdad (mi tirachinas no lo cuento).

—Creo que es por aquí.

Vokrhag.

—Por ahí hay un barranco Kaos, casi te caes tres veces ya, ¿sigues sin acordarte? Viene alguien... —nos escondimos detrás de unos troncos. Una figura encapuchada pasó por delante.

—¿Misgn enyéi? —susurré.

—No, es alto para ser un enyéi.

—¡Meni goagjk!

—Kaos, me llegas a la cintura. Créeme, es más alto que eso.

—¿Misgn trodofva?

—No, es bajo para ser un trodofva.

—Quién está ahí —preguntó una voz masculina, que salía de la capa.

Una mano de repente me tapó el morro. Cressida y yo aguantamos la respiración, con la esperanza de que aquel extraño no hubiese escuchado mi incontrolado gritito.

Sin embargo, los maderos cayeron y en un momento nos encontramos en una pequeña explanada tirados, yo con una espada en la cara, apuntándome (¿por qué siempre a mi?).

—¡Deja de apuntarle! ¡No le toques! —gritó Cressida, dando un propinazo con su espada a la contraria, y haciendo perder el equilibrio a aquel ser.

En un momento, solo pude ver el resplandor de las espadas metálicas chocar, y el sonido del hierro golpear. Cressida nunca atacaba, pero defendía bien aunque asustada.

Sin embargo, la firgura encapuchada logró tirarla al suelo.

—¿De dónde has sacado esa espada?

—La encontré —balbuceó— en un mercado.

—¿A quién se la has robado?

—Al hombre del mercado —admitió avergonzada.

—Jenimus. —Se bajó la capucha, mostrando a un joven de unos veinte años, con una mata de pelo rubio y unos ojos azules.

—Claro, así se llamaba. Sí. —Su semblante cambió— ¿Qué..? ¿Dean Densey? ¿Al que busca todo el mundo?

—No todo el mundo. Solo quien me quiere hacer prisionero, o me quiere para su ejército. Esa espada me pertenece, por cierto.

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