-La última batalla- (*BONUS*)

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Érase una vez, un guerrero de fuerte timidez y potente don de palabra. Soñador como el que más, cobarde como el que menos. Un guerrero que se ganó dicho título por luchar siempre, en todas las batallas. Pero tenía un pequeño problema: siempre que batallaba, se cegaba tanto por proteger a los suyos que se le escapaba algún que otro golpe hacia ellos. "¡Lo siento!" les gritaba entre la melodía de las espadas acariciándose y algunos gritos de dolor, sumados al húmedo sonido de la sangre cayendo por las heridas que causó.

"Heridas de guerra", pensaba al llegar y quitarse la coraza. Se veía la piel cortada, herida, magullada. Incluso tenía un pequeño golpe en el costado que él mismo se propinó por no calcular bien. Solía visitar a los pocos supervivientes que quedaban, y para su sorpresa se daba cuenta de que estaban considerablemente peor que él. Mucho, me atrevo a decir. Donde él tenía tres hendiduras de espada, sus compañeros tenían mínimo siete. "¿Puede que por eso sea el mejor guerrero?" se preguntó. Parece que alguien, fuera quien fuera, escuchó ese pensamiento. 

- No, no lo eres.

- ¿Tan bien me conoces, o tan bien me has estado observando?

- Fíjate que sus heridas, más de las que puedes contar, las has causado tú mismo.

- ¿Cómo osas?- se indignó- ¡YO JAMÁS HIERO A QUIÉN QUIERO!

- No voluntariamente, pero les hieres, no seas insincero. 

- Cállate, cállate de una vez, vuélvete por dónde has ido y piérdete con tu ego.

Y así quedó la conversación. Otra batalla más que él ganaba, ¿qué se había pensado esa voz? Nadie que no pudiera ver era suficientemente poderoso para decirle lo que podía o no podía hacer.

Semanas después, otra batalla, esta vez más en su contra de lo que hubiera querido. Pero la valentía estaba presente en cada resquicio de su cota de malla, la cual obviamente ya llevaba. Y de nuevo, nuestro pequeño guerrero se lanzó hacia la extensa nada.

Los números, por sí mismos hablaban: cuatrocientos enemigos, y a penas cien le acompañaban. La verde superficie ante sus ojos le maravillaba, ¡qué verde todo, y qué pronto iba a teñirse de rojo! Se enfrentaban por motivos que ignoraba, sólo sabía que estaba ahí para dar la vida si hiciera falta. 

ZAS. La primera flecha enemiga cayó, hundiéndose con fuerza a escasos centímetros de su grupo. Era la señal de inicio, una cortés manera de darse permiso para matarse mutuamente. Gritos. El cielo se nubló de afiladas saetas que volaban en ambas direcciones; algunas se cruzaban y hacían añicos, otras alcanzaban milagrosamente un objetivo el cual caía del impacto, pedía ayuda, no la recibía y dejaba de respirar gradualmente hasta morir entre su cálida sangre.

La batalla se ponía más en contra todavía, quedaban pocos buenos, y demasiados malos. Desde el punto de vista de nuestro guerrero, claro. Seguro que los contrincantes no opinaban igual. Se cegó, una vez más. Dejó el escudo en el suelo de mala manera, y sin detenerse en plena carrera arrancó un hacha clavada en uno de sus compañeros (pues eran las armas usadas por los enemigos). "Les mandaré al Infierno con su propio hierro", pensaba mientras no dejaba de correr. Blandió por aquí. Golpe por allá. Cortes, cortes sin cesar. Incluso hubo un momento en el que giraba sobre sí mismo como una peonza, dirigiéndose contra todo aquello que se movía. Confiaba en su buen equilibrio, cosa que no debió hacer. Perdió la noción, se puso nervioso, y ahora sí: no dejó títere con cabeza. Literalmente, les rebanaba el cuello a todos. Caían tras ser segadas inmediatamente del cuello de sus propietarios (aunque ya no lo iban a ser más). Se creó una enorme neblina, mezcla de arena, sudor, y cuatro gotas de lluvia.

Un silencio más tajante que las armas que empuñaba se apropió del lugar. Su cansada vista no podía ver ninguna forma concreta. Al rato sí pudo: estaba solo. Completamente solo. Giró lentamente sobre sus talones y para su asombro, vio en el suelo docenas de guerreros... Que empuñaban espadas. Y recordaba con nitidez haber hecho uno de sus maravillosos "giros" antes de dicho silencio. 

Al parecer, sus compañeros se habían puesto en círculo para protegerle ante la inferioridad numérica. Y él, en un afán de protegerles también, se cegó para terminar con toda amenaza. Excepto, claro, protegerles de él mismo. De hecho los cadáveres de sus enemigos estaban justo detrás de ese círculo de muerte aliada. Los había matado, él solito, sin ayuda de nadie.

- ¿Qué...qué he hecho?- sollozó dirigiéndose a nadie.

- Te lo avisé.

La incordiante voz de antes, de nuevo. En el peor momento.

- ¿Tienes algo que ver?- preguntó con una inaudita bravura.

- Oh, para nada. Te has encargado tú mismo de todo, son tus manos las que tienen su sangre, tus ojos las que ven su muerte, tus pulmones los que respiran sus últimos alientos de vida. Quédate, quédate en silencio, yo ahora me voy y te aseguro que no vuelvo. Ahora te dejo con tu tortura y recapacitación.  

- ¡ESPERA!

Pero no esperó. Efectivamente, de nuevo ese ruidoso silencio le abrumó. Se miró las manos ensangrentadas, soltó las armas, y se las llevó a la cabeza mientras caminaba. Parecía ser que hacía más daño a los que quería, que a los que odiaba. Así que, augurando que sería su última batalla, cogió un pequeño puñal. Lo posó sobre su pecho, y se dijo en un inaudible grito: "a ti también te quiero". Su pesado cuerpo cayó hacia atrás causando un gran estruendo. La lluvia seguía cayéndole por el rostro, borrándole el rastro de lágrimas, de sangre, de sufrimiento y de decepción hacia sí mismo.



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