Uno

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<<El día de mi decimoséptimo giro al sol jamás pensé que me obsequiarían un arma >>

Cuando llegamos a parar al Condado de Derek, mi vida no cambió. Yo seguía siendo la misma, Stephanie. La joven huérfana, pueblerina y de cabellos arcángel rizados. En otro espacio y tiempo.
El día en que mi madrina afirmó que este sitio era similar a la periferia anterior a la que fuimos a parar por sus varios fracasos, no le creí. Siempre que dicen que un lugar es igual a otro, nos mienten. Nada es lo mismo. Como cuando cierta vez en el orfanato celebraron mi cumpleaños. Recuerdo sus paredes pintadas de rosa chicle en la habitación de las niñas para ocultar la humedad. Y, también, los bollos de desayuno. El único día que se alteraba el desabrido menú era en "las fechas especiales". Así es, te hacían sentir tan especial como para que pudieras reconocer que eras única y acogida pero tan sola como para saber que sólo tenías a tus "Hermanos y hermanas de la vida", que también habían sido abandonados a su suerte cuando recién nacidos, cómo yo. Estaba en mi zona de confort.

Aunque un día tormentoso me dieron en adopción, luego de un largo proceso de entrevistas, mi nueva mamá adoptiva "La madrina", se me dirigió con sus ojos brillosos diciéndome que me haría sentir como su hija predilecta y que yo la haría madre por primera vez.
Su aroma a Ciel me invitaba a sentirme en un hogar.
Aquel día lloramos abrazadas en el camino a la casa como si nos conociéramos de otra vida. Recuerdo que en un instante de mi cara de niña inocente mirando la ventanilla del coche, me tomó por sorpresa una fotografía aprovechándose del semáforo en rojo.
Me era imposible no sentir una dicha enorme en el pecho, sin embargo, ese coche era alquilado y esa mujer no era mi madre.
De esa manera, inocente y vulnerable a sus cambios, crecí entre verdosos pastizales hasta uno de sus tantos fracasos laborales, que acabó con nuestra vida en la Huerta Sud: resulta que su antigua clientela del negocio de cámaras fotográficas, los peones, ya no se encontraban muy interesados en revelar fotografías y se inclinaron hacia las imágenes con rollos de papel (sí, la Huerta Sud era algo primitiva técnicamente), las cuales les ofrecieron un servicio instantáneo ideal para la época de campañas gremiales en las que están todos alocados por un voto.
Así fue que arribamos al Condado de Derek.

El primer día en el que me detuve a observar el contra frente de mi cuarto en ese nuevo edificio al que nos mudamos observé que se alteraba una pequeña característica en el ambiente: las malditas ventanas, culpa y responsabilidad del Consejal Derek (por mera dinastía el nombre del Condado poseía su apellido) y que, seguramente, era la clase de hombre que le dejaba de desayuno los cereales de colores a sus pequeños y luego se iba diciendo que llegaba tarde a la comodidad de su oficina para trabajar, volviendo a las tres de la madrugada luego de un extenuante día laboral, de meditar en ventanas y ventanales. En fin, pensando cómo entorpecer el futuro de chicas frustradas como yo, eso vendría más adelante.

_¡Esto es una mierda! - exclamé el día que llegamos, enfurecida, revoleando los ojos y dando un fuerte portazo a la puerta de mi nuevo cuarto.

En vano.

La tutora ignoró el comentario, apagó la luz de su dormitorio y se arropó en el cálido somier de dos plazas. La segunda plaza les/nos sobraba.
Para combatir el aburrimiento en las vísperas de la medianoche, observé con atentos hacia mi ventana que enfrentaba a otra ventana, valga la redundancia, la segunda con un marco desgastado y rejas negras oxidadas que le atravesaban en horizontal. Extrañada, me pregunté si la mía también tendría el mismo aspecto en su exterior. Asomé la cabeza con cuidado de que la gravedad no me jugara en contra, deslizando el marco corredizo y comprobé que era igual que todas las demás : el marco barnizado sin rejas. La enfrentada era una excepción en toda la torre. Tal vez allí ya no vivía nadie o su dueño había muerto. O tal vez era una persona que no estaba acostumbrada a ver ventanas en su cuarto (como yo) y buscaba la forma de ocultarla.

<<Stephanie, déjate ya de tonterías. No puedes perseguirte demasiado >>.
Pensé, regañándome.

Mientras tanto, por motivos de mi No Cumpleaños, cerré la ventana y enseguida empecé a buscar que desechar recordando los orígenes de mi tradición. La de mi antigua amiga de orfanato Carl y yo.

_Stephanie, no te diré que no llores. Sé que es horrible no tener amigos aquí que recuerden tu fecha especial-me dijo una tierna vocecita mientras me tendía con un brazo la manga de su suéter y con la otra me alzaba del suelo de piedritas.
Mis pecas desaparecieron por un instante y me sonrojé.

_Escucha, -me susurraba mientras ganaba altura arriba del eslabón-¿Recuerdas esa vez que descubrí el motivo de mis cicatrices en el muslo?
_Sí, que corriste como una mariquita a la Comadrona- dije mientras reía para mis adentros- y llorabas porque unos tontos te contaron que había sido... Ya sabes

Me percaté de invocar en nuestra conversación a gente inoportuna.

_Mi progenitora.
No me quiso nada. Me tiró en una bolsa que la Comadre encontró como milagro divino- me respondió ella como el milagro divino que era y, de repente, tomó la expresión de una piedra.
Sentía como si ella estuviera al punto máximo de romperse en pedacitos. Le habría tendido yo también mi manga pero no quería que Carl se rompiera.

_¿Y sabes que lección me dio aquel día? Que no debemos lamentar lo que jamás hemos tenido Stephanie querida- agregaba ya entera- no podemos lamentar a nuestros padres si jamás les hemos importado.

Hablaba con mucha madurez para sus cortos diez años.

Asentí embobada con la cabeza, me había dejado sin palabras.
Ese día gris creamos e inauguramos nuestro DNC (día del no cumpleaños).

Algo así como cumplir años sin que te importe demasiado. En vez de augurar caprichosos y costosos obsequios, desechábamos algún objeto. Los pasteles y tortas de cumpleaños sí eran recibidos pero con una condición: no debían contener trozos de fruta. Tanto Carl como  yo los odiábamos, no nos parecía la mejor combinación en un pastel. A su vez, el día del no cumpleaños debía ser un día normal como cualquier otro. No nos permitíamos tarjetas adorables e innecesarias ni sollozos de alegría. Un día más. Así de simple.

Yo seguía revolviendo.
Sería una especie de homenaje a mi decimoséptimo cumpleaños. Supongo que también sería una reverencia hacia ella y mi infancia.
Los sellos, no. Las cuerdas de la guitarra que no aprendí a utilizar, tampoco.
Todo me parecía demasiado útil pero, sin embargo allí se encontraba, en desuso total. Mis ojos se cerraban y mi cabeza se tambaleaba. Decidí dormir, mañana habría más tiempo.
El colchón parecía temblar como si una fuerza centrífuga lo sacudiera desde abajo. Miré la hora por si las moscas. Eran las 22:55. Volví a intentarlo, esta vez, contando ovejas. En muchos momentos de mi vida tuve que hacer como si pasaran ovejas y yo las contara.
No había caso. Comenzó a sonar una melodía con un volumen que iba en ascenso. Las sacudidas se volvían más intensas. Hartada y juntando las fuerzas necesarias, me senté sobre el borde de la cama y observé mis pies blancos que parecían estar enfrente de un proyector de luces de colores.

¿Que diablos había allí?

Adormecida y en cuclillas introduje mi torso por debajo. La oscuridad me impediría a discernir los matices pero, precavidamente cogí mi móvil y con su ayuda me alumbré.
La melodía estruendosa sonaba y su volumen iba en ascenso...

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