No importa si, como yo, estás hundida hasta la mierda en una vida de promiscuidad y excesos o si, por el contrario, tu vida sexual es más aburrida que un libro de James Joyce, la emoción de acostarte con un completo desconocido nunca caduca. Siempre hay una suerte de expectativa sobre si vas a pasarte las próximas horas lamentándote haber perdido tu tiempo en grande o de si, por el contrario, vas tener el polvo de tu vida.
«¿Será este el indicado?» te preguntas justo antes de abrirle las piernas al tipo número quince en este año y dejar que te la meta hasta el fondo.
Ya sabes, te hablo del famoso hombre que te roba el corazón y te hace venir siete veces en una noche. El mitificado tipo ideal de las novelas de Nora Roberts y las comedias románticas que pasan en TNT el domingo por la noche.
Ese que, cuando llegas a la treintena, te das cuenta de que no existe.
Bienvenida a la realidad, Miranda, luego de enterarte que Santa son tus padres poniéndote los regalos debajo del árbol las desilusiones no dejaron de llegar a tu vida de niña blanca clase media alta; que al dejar de vivir en la casa de tu familia no ibas a pasar más tiempo de fiesta sino limpiando, que un título cum laude en ciencias políticas no te garantizaba que ibas a ser presidente... y, por último pero no menos trágico, que no existe el indicado.
Si te hace venir siete veces, es probable que no quiera poner ni un dólar para la renta y viceversa. Nadie es perfecto, seamos sinceras, pero, demonios, yo a esta edad tampoco soy para nada exigente. Lo único que pido es un poco de decencia y que subas la tapa del inodoro cuando vayas a mear.
Al menos esa noche no fue una completa pérdida de tiempo. Me fui al club a eso de las diez, una hora después se me acercó el rubio tatuado a invitarme unas cervezas y a la medianoche, como Cenicienta pero más puta, me lo traje a la casa y dejé que la magia pasara. Él se durmió luego del segundo polvo, yo me quedé viendo la tercera temporada de House of Cards desde el teléfono antes de acompañarlo.
Ahora que me despierto le doy un repaso mental a su ficha personal mientras me levanto de la cama y me vuelvo a vestir. Gavrel, ruso, 42 años, ingeniero informático. Es bastante guapo, de esos europeos a los que apenas se les nota la edad, y, por lo que pudimos conversar, no parece tener antecedentes penales; la tiene grande (lamentablemente, no sabe usarla), y no habla muy bien el inglés.
Uf...
«Sí, claro que te doy mi número, guapo. Claro que me puedes llamar y volvemos a quedar. Ay, no, un beso no que no te lavaste los dientes, por favor. Es que llego tarde al trabajo, pero otro día sí te acepto el desayuno».
Gracias al cielo logro sacarlo del departamento rápido; al menos el primer día de clases voy a darme una ducha antes de llegar a la universidad. Quiero parecer una persona decente, aunque de todas formas sé que terminarán descosiéndome luego de que les entregue las calificaciones del primer examen. Mi público estudiantil se divide entre los que dicen que soy la mejor profesora que han tenido en su vida y los que me llaman vieja desadaptada e histérica porque he herido sus delicados egos reprobándolos con la calificación más baja. Para mi mala suerte, los del segundo tipo son mayoría.
Sí, bueno, que más del setenta por ciento de mis alumnos tiene que repetir la clase y que solo los más valientes, o los pobres imbéciles a los que se les hizo tarde para inscribirse, toman alguna materia conmigo. La verdad a mí me encanta tener toda esa aura de mujer fatal a la que no le tiembla la mano para ponerte un cero, pero tampoco es que voy a la facultad con el único objetivo de joderle la vida a un montón de críos de veintipocos que apenas están aprendiendo a limpiarse el culo.
Yo hago esto porque me gusta, no porque el sueldo sea excepcional. Entro a la universidad siempre dispuesta a sorprenderme. La juventud tiene esa suerte de osadía intelectual, esa capacidad de deslumbrar sin esfuerzo, que se va marchitando con el paso de los años. Mientras más sabes, menos te atreves a afirmar y, al final, terminas sin saber nada. Sócrates es un pesado, pero es un pesado con mucha razón.
De cualquier forma, todo este monólogo sobre la magia de ser joven es diez veces menos romántico cuando todavía apestas a sexo y tienes que detenerte en una gasolinera para comprarte una bebida energética para no quedarte dormida a mitad de la autopista. Oh, sí, hermosa juventud que casi me lleva por delante cuando estoy cruzando la calle que da a la facultad de ciencias sociales. Con lo que me está costando arrastrar mi culo hasta el trabajo y encima intentan matarme. Malditos mocosos malagradecidos.
Es que encima la conductora del vehículo en cuestión está cabreadísima. Tanto así que se detiene a mi lado y baja el vidrio del auto. Es una chica delgada, con los ojos muy grandes y el ceño fruncido.
―Pedazo de subnormal ―me dice y acelera hacia la entrada del estacionamiento.
Supongo que como voy de playera, jeans rotos y lentes de sol no se le pasa por la mente que pueda ser profesora; supongo que es halagador que todavía pueda camuflarme dentro del estudiantado de vez en cuando.
Sin embargo, no todo el mundo es tan imbécil como la chiquilla esa. Ya les dije que soy muy nombrada dentro de la facultad. Recorrer los pasillos en este lugar es como andar en una pasarela de bajo presupuesto. Los primeros días siempre son así, el sitio está a reventar porque todos vienen con las energías recargadas y con ganas de triunfar en la vida. Siempre es un poco lo mismo.
«Buenos días. Mi nombre es Miranda Rees. Soy su profesora. No soy tan pretenciosa como para dejarles mi currículo, pero sí, me permiten trabajar aquí por lista, no por guapa. Les dejo mi teléfono, pero es para emergencias, no para que me lleguen fotos de ustedes desnudos a la media noche y luego se deshagan en disculpas diciéndome que se equivocaron de número...»
Suspiro y entro al aula. Todos hacen silencio y yo busco en la carpeta las hojas del calendario escolar que me envió el decanato. Comienzo poniendo las fechas de los exámenes porque necesito otro trago de esa bebida energética que compré antes de comenzar a hablar. Es culpa mía por ofrecerme a trabajar en el horario de la mañana, lo sé.
Me amarro el cabello en una cola y dejo los lentes de sol en la mesa. Tengo como veinte rostros nuevos frente a mí. Parece que mis alumnos de las clases superiores se encargaron de hacerles saber que soy una zorra, porque todos tienen cara de susto.
Pero, en definitiva, la más graciosa es la de ella. Allí, al fondo de la clase, está la cría que casi me atropelló esta mañana queriendo morirse. Hacemos contacto visual y yo le sonrío y le guiño un ojo.
Al menos algo de divertido tiene todo este asunto de ser profesora.
Hola, miren, como voy a hacer esto porque quiero y porque me gusta es muy posible que varíe los puntos de vista de las protagonistas de un capítulo a otro y quizá los tiempos verbales si me entran ganitas. Además, Miranda es especialmente grosera y bueno, lo siento mucho, creo que de verdad se lleva el premio al personaje más mal hablado que tengo y bueno, entiendo si no es su estilo pero si sí, quédense hasta el final de esta hermosa historia
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Para mi alumna, la más guapa
ChickLitYa te lo dice hasta el vecino del quinto cuando te acercas a los cuarenta: «no te acuestes con niños que vas a amanecer lleno de mierda». De todas formas, yo me había dedicado a cagarla desde que tenía uso de razón, así que el trámite tampoco tenía...