Fracasos del Tinder

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Nadie podía decir que no había hecho un esfuerzo sobrehumano. Había dejado pasar lo del fetiche con los pies y el veganismo, pero con lo de la cienciología se le terminó por agotar la paciencia. Por más tiempo que llevase sin sexo, no tenía por qué aguantarse a una persona con tendencias sectarias e higiene corporal cuestionable. Había que tener un poco de dignidad después de todo.

            Sin embargo, podía imaginarse los reproches de Meghan cuando se enterase que la idea del Tinder había terminado de una forma tan desastrosa. «Podías al menos terminar la cita. Eso de desaparecer mientras la otra persona está en el baño es de ser una cobarde» estaba segura de que le diría. Y tal vez tendría razón, para qué negarlo; pero es que a Riley no se le daba bien la cortesía. Tenía una sinceridad que rayaba en lo imprudente y esa era una de las razones por las que le costaba tanto hacer buenas migas con la gente de su edad.

            Si algo no le gustaba lo hacía saber de inmediato y Arthemisa (la chica le había dicho que ese era su nombre espiritual) le había parecido una loca de mierda; de modo que ahora se encontraba caminando por el centro de la ciudad, huyendo del amor y con muy pocas ganas de llegar a su casa a darle explicaciones a su compañera de piso.

   Riley suspiró luego de tres cuadras caminando sin rumbo y miró su teléfono. Eran las nueve y media de un viernes que se proyectaba interminable. Tenía dos llamadas perdidas y una entrante de la mujer en cuestión. Negó con la cabeza y bloqueó su iPhone para luego guardarlo en el bolsillo trasero de su pantalón. La idea de ir por una bebida no se le antojó del todo descabellada; bajando esa vereda se veían varios pubs con un ambiente de lo más animado.

Escogió, por supuesto, el sitio que tenía las cervezas de barril a tres dólares; era uno de los últimos, estaba justo al lado de las vías de un ferrocarril, en el lado opuesto al que ella caminaba. No había tanta gente adentro, así que pudo escoger un buen asiento en la esquina de la barra. Solo estaban ella, una pareja de chicos al otro lado y un anciano que parecía ser cliente regular por la forma en la que hablaba con los camareros. Al frente había un televisor bastante grande que proyectaba el partido de hockey que el equipo de su ciudad había jugado ayer contra Boston. Habían perdido, por cierto. Menos mal no le gustaba el hockey.

Poco tiempo después de haber llegado, el camarero se le acercó para tomar su bebida. Una de las situaciones más molestas a las que tenía que enfrentarse Riley cada vez que salía a algún bar era la de tener que seguir mostrando su licencia de conducir cada vez que se le ocurría pedirse un trago. En este caso ni siquiera la encontraba y el empleado de turno se notaba cada vez más desconfiado.

La había sacado hacía unas horas en la cita con Arthemisa, demonios, ¿dónde carajos la había m...?

―Deberías saber que con esa carita de nena te van a seguir pidiendo la identificación hasta que tengas mi edad. ―Una voz femenina hizo que Riley se detuviera en medio de su búsqueda. Una voz que, por cierto, se repetía en el fondo de su cabeza más de lo debido después de esa última semana de exámenes―. Tranquilo, Joe, es mi alumna. Está en una de las clases que doy a los de último curso en la universidad.

―Se la sirvo sólo porque me la pides tú, guapa. ―El hombre le guiñó un ojo a la rubia que se acababa de dejar caer en el taburete de al lado.

Riley solo atinó a sonreír. 

―¿Hola, profe?

―Puedes llamarme por mi nombre ―le respondió la mujer―. Ah, y no te preocupes, no tengo la intención de hacer esto demasiado incómodo y no tienes la obligación de quedarte aquí si no quieres; pero esta, guapa, es la silla en la que siempre me siento cuando vengo aquí.

Para mi alumna, la más guapaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora