CAPITULO X

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El protector de Marianne según en los términos que con más elegancia que precisión ensalzaba Margaret a Willoughby, llegó a casa muy temprano a la mañana siguiente para preguntar personalmente por ella. Fue recibido por la señora Dashwood con algo más que cortesía: con una amabilidad que las palabras de sir John y su propia gratitud inspiraban; y todo lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darle al joven plena seguridad sobre el buen sentido, elegancia, trato afectuoso y comodidad hogareña de la familia con la cual se había relacionado por un accidente. Para convencerse de los encantos personales de que todas hacían gala, no había necesitado una segunda entrevista.

La señorita Dashwood, de tez delicada, rasgos regulares y una figura notablemente bonita. Marianne era más hermosa aún. Su silueta, aunque no tan correcta como la de su hermana, al tener la ventaja de la altura, era más llamativa; y su rostro era tan encantador, que cuando en los tradicionales panegéricos se le llamaba una niña hermosa, se faltaba menos a la verdad de lo que suele ocurrir. Su cutis no era muy moreno, pero su transparencia le daba un extraordinario brillo; todas sus facciones eran correctas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en sus ojos, que eran muy obscuros, había una vida, un espíritu, un afán que difícilmente podían ser contemplados sin placer. Al comienzo contuvo ante Willoughby la expresividad de su mirada, por la turbación que le producía el recuerdo de su ayuda. Pero cuándo esto pasó; cuando recuperó el control de su espíritu; cuando vio que a su prefecta educación de caballero él unía la franqueza y vivacidad; y, sobre todo, cuando le escucho afirmar que era apasionadamente aficionado a la música y al baile, le dio tal mirada de aprobación que con ella aseguró que gran parte de sus palabras estuvieran dirigidas a ella durante el resto de su estadía. Lo único que se requería para hacerla hablar era mencionar cualquiera de sus diversiones favoritas. No podía mantenerse en silencio cuando se tocaban esos temas, y no era ni tímida ni reservada para discutirlos. Rápidamente descubrieron que compartían el gusto por el baile y la música, y ello nacía en una similitud de juicio en todo lo que concernía a ambas actividades. Animada con esto, a examinar con mayor detenimiento las opiniones del joven. Marianne procedió a interrogarlo en torno al tema de los libros; trajo a colación sus autores favoritos hablando de ellos con tal arrobamiento, que cualquier joven de veinticinco años tendría que haber sido en verdad insensible para no transformarse en un inmediato converso a la excelencia de tales obras, sin importar cuán poco las hubiera tenido en consideración antes. Sus gustos eran extraordinariamente semejantes. Ambos idolatraban los mismos libros, los mismos pasajes; o, si aparecía cualquier diferencia o surgía cualquier objeción de parte de él, no duraba sino hasta el momento en que la fuerza de los argumentos de la joven o el brillo de sus ojos podían desplegarse. El asentía a todas sus decisiones, se contagiaba de su entusiasmo, y mucho antes del fin de su visita, conversaban con la familiaridad de conocidos de larga data.

-Bien Marianne- dijo Elinor inmediatamente tras su partida-, creo que para una mañana lo has hecho bastante bien. Ya has averiguado la opinión del señor Wiloughby en casi todas las materias de importancia. Estás al tanto de lo que piensa de Cowper y Scptt, tienes total certidumbre de que aprecia sus encantos tal como debe hacerse, y has recibido todas las seguridades necesarias respecto de que no admira a Pope más allá de lo adecuado. Pero, ¡cómo podrás continuar tu relación con él tras despachar de manera tan extraordinaria todos los posibles temas de conversación! Pronto habrán agotado todos los tópicos preferidos. Otro encuentro bastará para que él te explique sus sentimientos sobre la belleza pintoresca y los segundos matrimonios, y entonces ya no tendrás nada qué preguntar.

-¡Elinor!- exclamó Marianne- ¿Estás siendo justa? ¿Estás siendo equitativa? ¿Es que mis ideas son tan escasas? Pero entiendo lo que dices. Me ha sentido demasiado cómoda, demasiado feliz, he estado demasiado franca. He faltado a todos los lugares comunes al decoro. He sido abierta y sincera allí donde debí ser reservada, opaca, desganada y falsa. Si solo hubiera conversado del clima y de los caminos, y si solo hubiera hablado una vez cada diez minutos, me habría salvado de este reproche.

Sentido y Sensibilidad  Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora