Un poco de azul

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Un poco de azul

Esa noche podría comenzar a enumerar sus cosas favoritas y no se detendría hasta que las primeras lenguas de luz dorada atravesaran la noche para eliminar su oscuridad. En Alicante el clima no era como en Nueva York, donde la lluvia y el frío se apoderaban del invierno obligando a usar cuanta prenda abrigadora encontrara de camino, sin embargo, extrañaba el repiqueteo de las gotas contra los vidrios del invernadero y su aliento siendo visible en cada suspiro que alcanzaba a helar su pecho y doler la garganta desprotegida. Cerrando los ojos, empezaría su lista: el aroma de las flores que solo crecían en ese país franqueado por Alemania, Francia y Suiza, el carboncillo de sauce tintando de negro sus dedos donde se apoya graciosamente, el silencio que le rodea, solamente roto por algunos aullidos en la lejanía que podían ser tanto de los licántropos como de los lobos reales que seguramente andaban en el frondoso bosque de Brocelind que regala aire limpio a esa mágica ciudad, las acuarelas reflejando el cielo nocturno en los diferentes colores que había preparado antes de sentarse a dibujar; la textura del papel fabriano, cuyo gramaje podía adivinar de solo acariciarlo entre sus dedos ¿Cuántas cosas llevaba en su lista? Había olvidado comenzar a contar.

El viento se llevaba su cabello, soltándose a mechones del pincel largo que había ocupado para mantener su rostro despejado mientras se disponía a dibujar, rasgando el lienzo oscuro que era la noche con sus lenguas de fuego y contrastando con su pálida piel besada por el frío de octubre que provocaba pequeños temblores los cuales no parecían alcanzabar su mano, trazando con tanta soltura como firmeza hasta formar un rostro familiar. Jace había sido su primera idea para el retrato, pero la mano se había movido por voluntad propia, sabiendo exactamente lo que deseaba plasmar, lo que deseaba ser descubierto en su superficie porosa. A veces era de ese modo, como si algo muy dentro de ella escuchara lo que la hoja susurraba, lo que la tinta quería inmortalizar y simplemente se movía para lograrlo. De ese mismo modo había dibujado runa tras runa, rellenando hojas vacías en el libro gris con la cautela que se necesitaba para que la magia no destruyera el papel, yendo contra los nephilims más reservados que no creían que era la sangre de ángel en sus venas la que le permitían crear más de símbolos regalados tantos siglos atrás por Raziel.

No era una nueva runa lo que le había hecho abandonar la habitación en la casa de los Lightwood ni tampoco las pesadillas que poco a poco se tragaban los recuerdos de noches tranquilas. No eran los aullidos de los lobos o el graznido de las aves que susurraban muerte como una vieja costumbre ni tampoco el viento silbando entre las desvencijadas ventanas. Si había sido de un sueño del que había despertado, no lo recordaba, pero su mano alcanzó una pequeña libreta, las casi acabadas acuarelas y un estuche donde tenía materiales suficientes para hacer un bosquejo bonito -esos que años atrás pensaba iba a presentar en un salón de clases- y buscó el camino más rápido al tejado antes de alertar a nadie. Cuanto tiempo había transcurrido de aquellos días donde su mayor preocupación era entrar en una academia de arte y no el identificar a los demonios por su nauseabundo rastro.

Se había sentado en la orilla del tejado como un gato perezoso en un alfeizar, sin miedo de los metros que le separaban del suelo, segura con sus ocho vidas restantes. Las marcas de antiguas runas en su piel destacaban en plata cuando el ojo de su diestra se volvió solo una sombra más al comenzar a dibujar con rapidez, sabiendo sin saber que lugares dejar en blanco y cuales acariciar con grafito. La intensa mirada fue lo primero en aparecer en medio del caos de líneas, plasmando aquella seriedad que en el fondo no era más que un escudo contra el mundo. Ese podía ser uno de sus primeros recuerdos sobre él: la hostilidad en aquellos ojos cian, ese rechazo bajo las largas pestañas negras y la casi imperceptible mueca de desdén al final de sus labios; sus manos con icor, su figura despreocupada descansando en el sofá rojo de la biblioteca cuando ella aun no sabía quién era, lo que era ni él ni ella ni ninguno de los demás. Hacía tiempo esos rasgos se habían difuminado junto con las últimas pinceladas de la adolescencia y su propio bosquejo representaba a un Alexander maduro, de sonrisa fácil cuando de Magnus se trataba, uno al que podía ahora querer casi como a un hermano mayor. Del estuche cogió una pluma para volver los trazos un solo río negro, mirando hacia el paisaje nocturno en lo que se secaba antes darle un toque de vida con sus acuarelas, dejando su cabello completamente libre al necesitar el pincel para ello.

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