* 2 * La espero.

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Por favor disculpen mi ortografía. No la revise u.u Si notan errores, digánme por favor. Eh, también este capítulo está narrado en tercera persona, ya que se me dificulta narrar la historia desde el punto de vista de una niña de ocho añitos.-. Pero espero que les guste:) Comenten y voten! Eso me anima a seguir escribiendo. 

No sé si alguna vez has sentido eso. Te ilusionas tanto con algo, que empiezas a creer que realmente puede suceder – que realmente será real. Pero esa ilusión se vuelve tan real ante tus ojos, que aunque desde el principio tu subconsciente está presente de la realidad, tú tienes aquel pedacito de esperanza, que esa ilusión puede hacerse realidad. Y luego, cuando la realidad te da una cachetada, te decepcionas.

Eso mismo le pasó a Elena. Se sentía tonta.

Pero de verdad, qué sabía ella. Tenía apenas ocho años.

Cuando la muchacha de blanco la guio fuera del cuarto, Elena creyó que realmente la historia de Helen se cumpliría.

Ay Helen… Hasta escalofríos le pegaron de tan sólo pensar en ella. Helen la detestaba. Era como si cuando la veía, veía a un monstruo. Muchas veces, Elena se paraba frente a un espejo preguntándose qué cosa tenía ella que hacía que Helen la mirara tan… horrible...

Pero allí, detrás de todas las personas que estaban francamente ocupadas con reportes, enfermos y heridos, estaba Helen. Sentada en una de las sillas, su expresión de odio y desesperación, su ceño fruncido y brazos cruzados.

Cuando vio a Elena, se paró inmediatamente e inició a caminar rápidamente hacia donde ella estaba parada.

“¡Mica vieja!” Gritó, y algunas personas voltearon a verla con los ojos abiertos.

Elena se asustó, dando algunos pasos atrás. Helen no podía pegarle frente a todos, ¿verdad?

“Hola, ¿usted es la madre de Elena, verdad?” Le preguntó la mujer de blanco a Helen.

“Eso no es de su incumbencia,” Helen respondió fríamente, mientras se acercó a Elena, quemándola con los ojos. La tomó del brazo que tenía el yeso, y Elena dejó ir un gemido de dolor.

“La está golpeando Señora, ella acaba de tener un acci–”

“¿Y cree que a mí me interesa? Deje de meterse en lo que no le importa,” Helen contestó, fulminándola con los ojos.

Cuando iniciaron a salir del hospital público, el guardia del hospital la detuvo. “Alguien debe pagar los gastos, señora.”

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“¡¿Sabes cuánto gaste en ese pinche yeso que andas?!”

Ese fue el primer grito que Elena escuchó al entrar a la casa.

No había policías.

No había enfermeras.

No había personas.

Era sólo Helen y Elena.

Una mujer drogadicta, alcohólica y llena de odio, contra una niña indefensa de ocho años que no sabía ni atar la suelas de sus zapatos.

“¡¿Cuánto!? ¿¡Qué acaso no sabes hablar?!” Al decir esto, la agarró del cabello, y la lanzó al piso, haciéndola gritar del dolor que ella sintió al caer encima de su brazo roto.

Lágrimas empezaron a salir de sus pequeños ojos grises. “N-no sé…”

“¡Dólares en esa papada! ¿Crees que a mí me regalan el pisto? ¡¿AH?! ¡No pero esta si me la vas a pagar!”

Y allí inicio todo.

Helen se acercó a Elena, y al estar frente a ella, la tomó del pelo. Elena empezó a llorar, pidiéndole que parara.

Pero no lo hizo.

Más bien, se quitó la faja que andaba puesta, y la inició a golpear continuamente.

“¡Y-ya n-no!” Gritaba Elena.

Cada golpe era más fuerte. Elena podía sentir como el cuero chocaba con su piel, dejándole una marca roja, que hervía por dentro y quemaba por fuera. Cada lágrima que salía, era más caliente, y salía con más dolor. Después de todo, para Elena, las lágrimas eran la representación del dolor. Era lo que las personas hacían cuando se sentían tristes, enojados o miserables. Ella se sentía miserable.

A los ocho años de edad.

Después de quince minutos de contantes golpes – que se sintieron como latigazos – Helen paró.

“No servís para nada Elena. Mejor te hubiera estrangulado el día en que te agarre en mis brazos. Me arruinaste la vida, criatura asquerosa. Salte de mí vista, ¡ya!”

Y con eso, Elena se paró. El brazo que tenía el yeso, dolía más que cuando ella se lo quebró. Su cuerpecito, ardía y sus músculos se sentían duros y débiles. Mientras caminaba a su diminuta habitación, volteó a ver a Helen.

Se había sentado en el sillón, y tenía en control del televisor en la mano. Encendió la tele, e inmediatamente, la novela “Sucio Corazón” empezó a rodar.

Elena esperaba que Helen se disculpara o que dijera algo como, “lo hago porque te amo”. Pero ningún sonido dejó su boca, sólo se escuchaban las voces de los actores que salían del televisor.

Y Elena se fue cojeando a su cuartito, doliéndose, pero callada – porque sabía que si hablaba o producía un sonido – Helen la golpearía de nuevo.

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