Capítulo Uno

112 1 0
                                    

Estoy tan harta de correr tan rápido como puedo, preguntándome si llegaría ahí más rápido si fuera un hombre.
-Taylor Swift (The Man)


      ―A veces hay que hacer cosas que en realidad no nos gustan, Isobelle. Debemos aprender a sobrellevar las cosas de la mejor manera posible. ―Dijo su amiga Tracy por el teléfono, mientras Isobelle se llevaba la rosquilla de chocolate a la boca. ―Así son las cosas, mi querida Belle.
      ―Te entiendo, pero es que tú no conoces a Alexander como yo. Es un maldito hijo que de puta que disfruta hacerme sufrir. ―Dijo dando otra mordida a su rosquilla, masticando rápido. ―No entiendo cómo carajos puede dormir por las noches cargando con todo el odio que le tengo.
      ―Es porque el odio es recíproco. ―habló Tracy.
      ―Lo peor de todo es que no recuerdo por qué carajos él inició esto del odio hacia mi persona. ¿Qué le hice, Tracy?
      Isobelle se rascó una ceja mientras caminaba después de haber limpiado los restos de chocolate de su boca.
       ―"Destruiste" la "familia perfecta" de su adorada prima, ¿recuerdas?
      Del otro lado de la línea, Tracy arqueó una ceja, aún sabiendo que Isobelle no la veía.
      ―No te agobies, Belle. Ya verás que le tomará poco tiempo darse cuenta que eres la chica más hermosa de Chicago y empezará a ir detrás de ti como perro faldero ―soltó una risita―, cariño. Créeme. Yo nunca me equivoco y lo sabes.
      Isobelle puso los ojos en blanco.
      ―No pongas lo ojos en blanco, es de mala educación. ―Le dijo Tracy y ella volvió a poner los ojos en blanco. ―No me desobedezcas.
      Isobelle soltó una risita. A veces odiaba que Tracy la conociera tan bien.
      ―Como sea. Ahora estoy en el aeropuerto esperando a que el señor "mi manicura es más cara que la tuya" , se digne a aparecer. ―refunfuñó.
      ―¿Enserio se hace la manicura? ―preguntó Tracy.
      Isobelle soltó una carcajada.
      ―Cada dos semanas. En el Spa Whiteley[1]―. Le dijo.
      ―Vaya. Que machote.
      El sarcasmo de Tracy siempre la hacía reír, pero esa vez no pudo hacerlo. Pues el imponente hombre que bajaba de aquel jet privado te cortaba la respiración.
      ―Tracy, hablamos luego. El Águila Real ya está aquí.
      ―¡Oh, genial! Dile que le envío un saludo y que por favor se saque el palo que tiene atravesado en el trasero.
      Isobelle ahogó una carcajada.
      ―¡Tracy! ―Reprendió.
      ―¿Qué? ¡Es la verdad! A ese hombre le hace falta que le den unos buenos sentones. Yo me apunto a hacerlo, porque la verdad es que ese tipo está como quiere. ―Dijo Tracy, e Isobelle pudo imaginarsela relamiendo sus labios de lasciva.
      ―Dios mío. Tracy, por favor. Hablamos luego, ¿sí? ―Murmuró Isobelle por la línea telefónica.
      ―Claro mailoft[2]. Te espero en tu departamento esta noche. No te preocupes querida, sé donde guardas la llave. Y déjame decirte que esa piedra falsa en aquella maceta no engaña a nadie. Creo que hasta sería más seguro ponerla debajo del tapete.
      ―No, Tracy...
      ―Adiós, querida.
      ―Tracy...
      Iba a comenzar a gritar. Pero se dio cuenta, gracias a un carraspeo en frente de ella, que Tracy ya había colgado.
      Miró al hombre frente a ella, quien la miraba con una expresión seria, mientras ella guardaba el teléfono en su bolso.
      ―No creo que le pague para que me haga esperar a que termine sus conversaciones telefónicas de carácter personal, señorita Rinaldi.
      ―Señor Santinelli, lo siento tanto. ―Se disculpó ella.
      ―Ahórrese sus disculpas, señorita. Y mejor dígame mi agenda de hoy.
      Ella asintió rápidamente.
      ―Sí. ―dijo. ―Hoy tiene una entrevista a la hora del almuerzo con Gary Portman, columnista de The New York Times[3]. Después tiene una junta con el consejo de la editorial, así que probablemente Antonio esté presente y...
      ―Señor Santinelli para ti. ―la intetrumpió él. ―No estás fuera de horario laboral como para andarte con informalidades. Ni siquiera hacia los socios. ―volvió a hablar.
      Isobelle reprimió una maldición que amenazaba con salir de su boca.
      ―Muy bien, señor. ―dijo apretando la mandíbula. ―Tendré todo listo para la junta. Después de eso tiene la videoconferencia con la sede de España.
      ―¿Habrá traductor o tengo que hablar yo español o ellos inglés? ―preguntó viendo los títulos de los nuevos manuscritos que tenía por leer.
       ―Efectivamente no habrá traductor. Ellos saben inglés y...
       ―¿Qué carajos es esto? ―La interrumpió él, mientras sostenía un manuscrito en la mano con el nombre de Isobelle escrito en la portada de papel sencillo reluciente.
      ―¡Por favor, Alexander! Tan solo tienes que leer una página. Nada más. ―imploró ella.
      ―No, señorita Rinaldi. No puedo hacer eso. ¿Qué creíste? ¿Que metiendo tu manuscrito sin mi autorización yo lo leería sin más? ―Le preguntó. ―Está muy equivocada. Tengo cosas mejores que hacer que leer un cutre manuscrito hecho por mi tonta asistente. ―Le dijo.
      Isobelle bajó la cabeza avergonzada y con las mejillas sonrojadas por la humillación.
      Reprimió las ganas de escupirle a Alexander en la cara.
      ―Lo siento, Alex... digo, señor Santinelli ―corrigió, ―No volverá a suceder.
      Evitó mirarlo a los ojos, para que no viera como sus ojos se llenaban de lágrimas que ella no dejaría salir.
       ―Muy bien, señorita Rinaldi. Espero que esto no se vuelva a repetir nunca, ¿entendió? ―Preguntó, y al instante recibió un asentimiento por parte de Isobelle.
       ―Le juro, señor Santinelli, que esto no se va a repetir nunca más. ―Prometió ella.
      Alexander se le quedó viendo con una mirada extraña, que Isobelle no pudo descifrar.
      Pensó que él se había dado cuenta de que estaba intentado retener las lágrimas en sus ojos, pero cuando levantó la mano para secárselas, Alexander la pasó de largo hacia la limosina que lo esperaba, y la cual la esperaba a ella también.
      Sabía que se había humillado de más.
      Subió a la limosina y el camino hacia la oficina fue hecho en un ambiente tenso, al menos por parte de Isobelle. Sin embargo Alexander le preguntó sobre las cosas que tenía que hacer. Y ella como buena asistente, le dijo todo su itinerario, repasaron los temas de sus reuniones y el camino hacia la oficina fue mucho más llevadero.
      Al llegar a la oficina Alexander fue el primero en bajar de la limosina, dejando a Isobelle detrás, mientras esta intentaba caminar lo más rápido que le permitían hacerlo aquellos incómodos (y exageradamente altos para trabajar) zapatos y aquel odioso uniforme.
      Entraron al ascensor, mientras Alexander marcaba el piso y miraba al frente sin dirigirle la mirada a nadie, como siempre solía hacer.
      La indiferencia de Alexander hacia las personas no era nada nuevo.
Cuando entraron a la oficina de Alexander, este inmediatamente se sentó detrás de su escritorio y comenzó a leer algunos contratos de la empresa editorial.
      Isobelle se quedó frente al escritorio esperando indicaciones de su jefe, mientras lo repasaba con la mirada; su traje inmaculado de Armani, escogido por su personal shoper, gemelos de oro escogidos con muy buen gusto por ella misma y su cabello castaño poco despeinado le daba aspecto sensual. Claro, no sensual para ella.
       ―¿Algo que le guste, señorita Rinaldi? ―Preguntó Alexander sin levantar la vista de los papeles que tenía en la mano.
      Isobelle se espabiló al escuchar su voz, mientras sentía como se sonrojaba hasta las orejas.
      ―Eh-eh... yo... yo solo estaba esperando instrucciones. ¿Necesita algo más?
       ―No, Señorita Rinaldi. Puede retirarse. ―Le ordenó aún sin levantar la vista.
      Isobelle se dio la vuelta y salió de la oficina hacia su escritorio y se puso a revisar contratos y manuscritos.
      A la hora del almuerzo bajó a comer a la cafetería de la editorial. Se compró una ensalada César[4] y una botella de agua.
      Al tomar su orden se volteó hacia las mesas buscando dónde sentarse.
Visualizó una mesa al fondo que estaba vacía y se dirigió a ella para sentarse... sola. No tenía amigos en la oficina; Su trabajo no le dejaba mucho tiempo para socializar y aunque lo tuviera ella no era buena haciendo amigos. Su única amiga era Tracy y a ella le bastaba.
      Comenzó a comer su desabrida ensalada sin tantas ganas, pensado en los acontecimientos de su vida, desde el abandono de su padre hasta su vida de ahora.
      Su madre nunca fue su modelo a seguir.
      Cuando su padre las abandonó cuando Isobelle tenía diez años, su madre comenzó a beber y (aparentemente) a drogarse.
      Isobelle dejó de ir a la escuela por unas semanas y la escuela reportó a servicios sociales, al igual que algunos otros vecinos que de vez en cuando le veían a la niña deambular por los pasillos del edificio totalmente sola.
      Servicios sociales estuvo ostigándolas a ella y a su madre por mucho tiempo e Isobelle vivió en casas de acogida, hasta que su madre entró a rehabilitación cuando Isobelle tenía doce años y después llegó Antonio.
      Dos meses después su madre y él se casaron.
      Antonio Santinelli era un gran empresario italiano, dueño de múltiples negocios, empresas y editoriales, sobre todo de estas últimas, y era viudo.
      Pero eso no era todo. Antonio tenía una hija llamada Rosetta. Una niña mimada, caprichosa, envidiosa, odiosa y otros tantos adjetivos negativos que a la inocente Isobelle de ese entonces tenía que soportar y seguía soportando a veces, además de que la herían... aunque debía admitir que en la actualidad a veces aún le dolían sus comentarios.
      Rosetta hizo imposible la vida de Isobelle desde el inicio. Y a esta se le sumó Alexander Santinelli. Su odioso, tonto, egoncetrico, arrogante e idiota primo, el hijo del hermano menor de Antonio. Sí. Su ahora jefe era su "primastro" por así decirlo.
      Desde que Isobelle tenía uso de razón, Rosetta y Alexander la molestaban, la humillaban y la hacían llorar por lo menos una vez al día, pero Isobelle nunca se quejaba. Pues no quería que su madre tuviera problemas con su marido a quien Isobelle apreciaba muchísimo. Pues Antonio siempre cuidó de ella, le dio un techo y comida, y el poco cariño que se le puede dar a un hijastro, pero que para Isobelle era más que suficiente.
      Una bandeja apareció al frente, sacando a Isobelle de sus pensamientos.
      Al levantar la vista Isobelle vio a un chico de cabello castaño, cara atractiva, cuerpo atractivo, bronceado y sonrisa de comercial parado frente a ella.
      ―Lo siento. No quería importunarte, pero como puedes ver todas las mesas están ocupadas. ―dijo el chico quien a su vez se sentó a la mesa.
      Isobelle se quedó pasmada, pensando en qué decir.
      ―N-no hay problema. ―Contestó ella y sonrió hacia él. Aunque más probablemente aquella sonrisa salió como una mueca.
      El chico rió.
      ―Lo siento. No me presenté. Mi nombre es Lucien Warm. Acabo de llegar a la editorial en el área de revisiones. ―Explicó el chico.
      ―Soy Isobelle... Isobelle Rinaldi. ―Aclaró. ―Soy la secretaria y asistente del editor en jefe de la editorial. ―Dijo haciendo una mueca.
      ―¿Eres la secretaria del señor Santinelli? ―Preguntó el chico con asombro. ―Imagino que eso ha de ser estupendo. Digo, es un puesto que todo el mundo querría. Una oportunidad grande. ―Exageró.
      ―Sí, bueno... no es la gran cosa en realidad―. Dijo ella. ―solamente tengo que pasar sus llamadas, ordenar su agenda, llevar su ropa a la tintorería, concertar sus citas... etcétera. ―Añadió.
      ―¿Qué no es la gran cosa? ¿etcétera? ―exlamó Lucien. ―Trabajar como asistente de Alexander Santinelli es una oportunidad enorme. Trabajar directamente con él te abre las puertas en todos lados. ―Dijo él, con voz indignada.
      «Créeme, eso no verdad», pensó Isobelle.
      ―Sí, bueno. Eso creo. ―Dijo en su lugar.
      El resto del almuerzo la pasaron platicando sobre cosas triviales, e Isobelle pudo enterarse que Lucien era de un pueblo de Dakota del Norte y que sus padre aún vivían allí. Además de que tenía tres hermanas mayores.

La Última OpciónWhere stories live. Discover now