Introducción

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 —El amor que siento por ti es lo único en mi vida que no es impuro.

Cuando caí a la invernal agua del río Fox, el dolor que me provocó el frío fue tanto que mi memoria suprimió aquellas palabras que tan sutilmente había pronunciado Dex, mi único amigo —y por consiguiente el mejor— mientras caminábamos por el refilón de piedras que lo bordeaba.

Caer. Eso es a lo que siempre llamaré «el gran error de mi existencia». De no haber caído todo sería diferente ahora; quizás porque a estas alturas yo ya estaría muerto, quizás porque habría podido convencer a Dexter de abandonar aquel descabellado plan que él deseaba llevar a cabo. Aquel mismo que ejecutó con una frialdad aún más dolorosa que la que experimenté durante el minuto en que estuve sumergido en el agua.

No hacía pie, ese es un problema grave cuando no sabes nadar; podrías flotar con total tranquilidad si tan solo no te entregaras al pánico como un completo gallina, pero no encontrar la estabilidad de una base es desesperante y reduce una persona a un cachorro dentro de un balde.
Sí, la desesperación borró todo vestigio de las sinceras palabras de Dex de mi cabeza. La imagen de mi mejor amigo se armaba y se desarmaba allí, en la superficie, como si se estuviese moviendo de forma estrepitosa. Lo próximo que recuerdo son unos pálidos brazos tomándome, unas piernas moviéndose con la agilidad propia de un pez y una fuerza extraordinaria sacándome al exterior. Dexter lo había hecho: una última vez, me había salvado el pellejo.

Ahora casi siempre lo recuerdo de esa manera; con los rizos aplastados contra el cráneo confiriéndole un aspecto etéreo, y la camiseta —aquella que había enviado a estampar tanto para él como para mí y que rezaba en enormes letras blancas «No country for bad boys»— adherida a su delgado torso. Aquel eterno gesto travieso ladeado, de manera que sus infinitas pecas parecían adquirir cierto movimiento, como una nueva constelación bajo sus ojos. Era él, era mi amigo, el mismo de siempre.

Esa tarde me llevó a casa. Condujo sin papeles ni licencia la camioneta familiar hasta el hogar de mis padres en pleno Oshkosh, con Coldplay a un volumen moderado y las ventanillas herméticamente cerradas, cuidándome y asegurándose de que mi estado no empeorara.

Ahora me pregunto a diario si esa era su verdadera forma, si esa gentileza genuina correspondía o no a su naturaleza. ¿Debería haber visto algo que no capté? Una señal ignorada en la manera que retorcía sus dedos, una que también ignoró mi madre policía, mi padre maestro y su tía Babie durante años.

Algo tal vez en la forma en que pasaba los nudillos bajo su nariz y sonreía de lado, o quizás en la afirmación que ofrecía cada vez que le pedía que cantara: «solo muerto». Una promesa literal que yo había pasado por alto desde siempre y por la cual aún hoy me castigo.

Quizás esa había sido la señal más fehaciente.

Y lo más triste del caso es que, a pesar de que aquella tarde me había salvado la vida arrojándose al río para sacarme, Dexter jamás sería considerado el héroe de la historia.

No country for bad boysDonde viven las historias. Descúbrelo ahora