Mi madre acomodó el moño que sujetaba mi cuello y me sonrió con suavidad intentando transmitir algún tipo de calma, sabedora de que por dentro deseaba morirme.
El auditorio estaba tan lleno que la gente incluso se paraba en el fondo del mismo, esperando ver a sus hijos, hermanos, amigos, sobrinos o nietos.
—Una demostración más y luego les toca a ustedes —comunicó la profesora Brown observando el programa colgado en una de las paredes a los costados del escenario—. Y por lo que llevo viendo, serán lo mejor —agregó con su típica agria sinceridad.
Min Jee apareció con una preciosa Rosetta siguiéndole el paso. Lucía asombrosa con su leotardo refaccionado con brillantes abalorios negros, perlas y encastres de plumas en las caderas, hombros y pecho.
Su maquillaje había sido una práctica invención de su madrastra: en el rostro llevaba pintadas dos alas negras que nacían delineadas en la nariz y finalizaban en plumas esfumadas que tapaban por completo sus cejas.
Rosetta había desistido de que usara un pico cuando a la señorita Brown se le había ocurrido que podríamos hacer una vaga representación de «El cuervo», siendo ella el mismo animal y yo el depresivo narrador.
No habría actuación ni palabras, solo el guiño para la persona que fuese conocedora del tema.
—Jamás vi a una Mofeta convertida en ave —le comenté, a lo que ella sonrió, dando una leve vueltita para mostrarse entera. En la espalda traía cocidas también unas plumas que conformaban dos pequeñas alas negras.
—Hay una primera vez para todo —respondió agarrando la solapa del frac que traía puesto para acomodarlo metódicamente.
El grupo que estaba antes que nosotros subió al escenario para mostrar un torpe show de malabarismos con lo que parecían pinos de bolos. Dos minutos y nosotros estaríamos allí arriba.
—Tranquilo, saldrá bien —me susurró Rosetta colocando el negro pico del cuervo sobre su nariz—. Será solo un minuto y medio.
¿Podía salir bien? ¿Cabía una posibilidad de que saliera al menos un poco bien?
Suspiré, tratando de contabilizar la cantidad de improperios que podía gritar una multitud enardecida en noventa segundos. Eran innumerables.
—¿Y si mejor me pongo el pico? —deslicé, aunque el rugido de los aplausos aplacó mi voz por completo: los que estaban por delante habían terminado.
Ahora veníamos nosotros.
Kirkland, posicionado a un costado y con el micrófono en la mano, nos anunció simulando bien el tono enfático que había aplicado con anterioridad para presentar a los otros alumnos.
Me hice para atrás en un instinto superviviente de escape, pero la mano de Rosetta apresó mis dedos y me guió hasta el tablado donde ya nos esperaba el piano.
Las luces del techo me cegaron a pesar de que las habían bajado un poco para aclimatarse a lo lúgubre de nuestra presentación.
Las personas, una muchedumbre densa y consistente, lucían aún más terroríficas de lo que habían lucido mientras las espiaba tras bambalinas. Me aterrorizaba la idea de provocar su enojo y que no solo esto saliera mal para mí, sino para Rosetta. Ella no lo merecía, había estado tan contenta toda la semana practicando incansable para ese día, para ese casi insignificante momento.
Observé a Rosetta una última vez con puro temor en mis facciones, tratando de transmitir todo lo arrepentido que me sentía, ella, al contrario, me regaló una cálida sonrisa y me soltó, dándome un leve e imperceptible empujoncito hasta el piano.
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No country for bad boys
Ficção AdolescenteCada vez que Lonnell pasaba frente al instituto Marie Curie, las borroneadas palabras «No country for bad boys» llenaban su cabeza de recuerdos. «No country for bad boys» era la frase que su mejor amigo Dex había inventado una tarde de análisis lue...